LATINOAMÉRICA EN BUSCA
DE SU IDENTIDAD
EL INDÍGENA: EXPRESIÓN
DE LA REALIDAD AMERICANA
Contemporáneos de todos
los hombres. El pensamiento en Latinoamérica, a través de una larga y penosa marcha
se ha encontrado con el hombre. Pero no con el hombre como una abstracción, con
aquella abstracción romántico-liberal que en nombre de generalidades puede
sacrificar al hombre, a los hombres concretos, sino el hombre con sus
peculiaridades y diferencias, incluyendo dentro de estas peculiaridades, la
cultura y la piel que hacen de él una persona concreta y no una abstracción.
Contemporáneos de todos los hombres, en una historia que, queramos o no, nos es
común. Una historia en planos verticales en los que unos hombres se encuentran
dominando y otros dominados. Contemporaneidad que hará a los latinoamericanos
conscientes de una situación que es planetaria. Tan planetaria como lo es el
conjunto de hombres que han hecho, hacen y harán la historia.
Una contemporaneidad que
se hace expresa dentro de la misma sociedad latinoamericana. Una sociedad que
parece estar formada en capas sobrepuestas sin posibilidad alguna de
asimilación. Superposición creada y estimulada por el mismo mundo occidental en
su expansión, conquista y dominación de otros pueblos y sus hombres.
Superposición, inasimilación cultural e histórica que se refleja en
Latinoamérica en una, al parecer, permanente inmadurez. “Todavía no resolvemos
el problema que nos legó España con la conquista —dice Antonio Caso—, aún no
resolvemos tampoco la cuestión de la democracia, y ya está sobre el tapete de
la discusión histórica el socialismo en su forma más aguda y apremiante [...]
Así será siempre nuestra vida nacional, nuestra actividad propia y genuina. Consistirá
en una serie de tesis diversas, imperfectamente realizadas en parte y, a pesar
de ello, urgentes todas para la conciencia colectiva; todas enérgicas y
dinámicas. Porque estas diversas teorías sociales no nacen de las entrañas de
la patria; sino que proceden de la evolución de la conciencia europea y han
irradiado así hasta nosotros” (Caso 1943). Fue a partir de esta extraña
ideología, ajena a la realidad que es propia de la América Latina, que
Sarmiento y la generación que en esta América se empeñó en la llamada
emancipación mental de sus hombres, se propusieron echar por la borda el pasado
—y, con él, expresiones que formaban la realidad latinoamericana como el indio,
el español, el mestizo y las diversas formas de hombre originadas por la mezcla
realizada por la conquista—, considerándolas expresión de la barbarie. La
barbarie que había de ser anulada por una civilización ajena a esta nuestra
realidad, pero que por serlo debería ser su anulación. La base, o punto de
partida, para un utópico paso de la dominación a la libertad de que gozaban las
naciones que serían, al mismo tiempo, nuestro modelo y grillete.[1]
Sarmiento y su
generación intentaron, aunque en vano, cambiar la realidad latinoamericana
usando la levita, la chistera, el ferrocarril, la lectura del último libro
europeo; la constitución estadounidense, y la imposición de las más altas
instituciones de la democracia y liberalismo occidentales. Fue también inútil
la adopción del positivismo, como filosofía educativa, que hiciese de los
latinoamericanos los sajones del sur; y de sus pueblos los Estados Unidos de
este mismo sur. Todo esto fue inútil; la realidad, por mucho que sobre ella se
quisiera levantar para ocultarla, estaba allí. Allí estaba y está el indio y el
mestizo. Allí está también el hombre, el hombre concreto con el que, quiérase o
no, habría que realizar a esta América. Pero la generación pensante que nace
con el siglo xx, tendrá ya
clara conciencia de los errores de sus mayores y de la importancia de no
repetirlos. No se podía ya sostener una filosofía que condenaba, precisamente,
lo que era la realidad propia de esta América. Una América con su propia
constitución social, producto de largos siglos de colonización, así como de la
lucha por arrancársela, apoyándose en ideas que si bien eran ajenas a la
realidad que trataba de cambiar, estimulaban su cambio.
El cubano José Martí
(1853-1895) será uno de los primeros en condenar con violencia el inútil afán
de la generación romántica del siglo xix por
intentar borrar la realidad latinoamericana pretendiendo levantar sobre la
nada, lo que era simple proyección de una cultura cuyos hombres realizaban una
nueva y más férrea conquista, hombres que venían imponiendo nuevas
dominaciones. “A los sietemesinos —dice— sólo les falta el valor. Los que no
tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Si son parisienses o
madrileños vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos nacidos
en América que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que
les crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el
lecho de las enfermedades! ¡Estos hijos de América que han de salvarse con sus
indios…!”. Porque no es queriendo ser como otros que vamos a cancelar nuestra
situación de dependencia. Ya que esos otros, a los que tomamos de modelos, nos
impondrán nuevas formas de dependencia. No es imitando una civilización que
acabamos con nuestra supuesta barbarie.
Martí describe, coloridamente, el espectáculo de una
América Latina empeñada en dejar de ser lo que era para ser algo distinto.
“Éramos una visión —dice—, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la
frente de niño. Éramos una máscara con los calzones de Inglaterra, el chaleco
parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”. Pero pese a
todo ese extraño ropaje, allí estaba el indio mudo y el negro con su esclavitud
a cuestas. El campesino creador y recreador de la tierra, “ciego de indignación
contra la ciudad desdeñosa”. De lo que se trataba no era de borrar, como si
esto se pudiera, al indio, al negro, al campesino, sino de hacerlo parte de la
nueva realidad que se quería levantar, de la auténtica nueva civilización
afincada en los hombres que podrían hacerla posible. “El genio hubiera estado
—agrega Martí— en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de
los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo
lado al negro suficiente, en ajustar la libertad al cuerpo, de los que se
alzaron y vencieron por ella”. Nuestra realidad, nuestra historia, ese pasado
que en vano tratamos de ocultar, posee una extraordinaria grandeza. Grandeza
sobre la cual pueden elevarse grandes naciones. “¿En qué patria —pregunta
Martí— puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas
de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del
libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de
apóstoles?”.
El fracaso sufrido por quienes en el siglo xix trataron de levantar una nueva
América, no estaba ni está en la realidad que se pretendió salvar, sino en la
forma como se intentó. “La incapacidad —sigue Martí— no está en el país
naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que
quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes
heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de
diecinueve siglos de monarquía en Francia”. No es con un decreto copiado de
Hamilton que se pone en marcha al hombre de los llanos, no con una frase de
Siéyes que “se desestanca la sangre cuajada de la raza india”. No se gobierna
en inglés o francés. “El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del
gobierno ha de ser del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la
constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los
elementos naturales del país”. Lo anterior fue el fracaso de un pensamiento
empeñado en negar su propia realidad viéndola con signo negativo. Allí estaba,
quiérase o no, el pasado colonial, un pasado que era menester destruir por la
vía de su asimilación. Y allí estaba también el hombre sobre el cual se hizo
descansar la explotación de los cuatro siglos de la Colonia; el mismo hombre al
que la República en sus diversas expresiones después de la Independencia,
siguió considerando como objeto explotable: el indio. El indio, sin el cual
esta América no ha de poder salvarse. El indio como una expresión del hombre
que no puede ser ignorada. Porque fue esta pretensión de imposible olvido, la
que originó una sociedad dividida, fofa, sin consistencia: la sociedad al
servicio de fines extraños a la misma.
La tarea por realizar en el futuro inmediato,
implicará lo contrario de lo que hasta ahora se había hecho. Habría que dar
consistencia a los pueblos de esta América, fortalecerlos. Pero fortalecerlos
con sus propios ingredientes. De otra forma, como ya temían nuestros
positivistas, naciones fuertes como nuestro vecino al norte, no resistirán la
tentación de ocupar ámbitos allende sus fronteras naturales, “vacíos de poder”
que no tenían por qué seguir siéndolo. “El deber urgente de nuestra América
—dice Martí— es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un
pasado sofocante”. Esto es urgente y necesario, porque “el desdén del vecino
que no la conoce es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día
de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para
que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la
codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos”
(Martí 1891). Tal escribe Martí en 1891; en 1898 la codiciosa visita iniciaría
su marcha. La Norteamérica de los MacKinley y de los Teodoro Roosevelt
iniciaría su expansión, empezando por la propia patria de Martí.
El apóstol cubano no pretenderá, como algunos de los
positivistas, entre ellos el mexicano Justo Sierra, hacer de los hombres de
estas tierras los “yanquis del sur” para detener al gigante del norte. La
fortaleza —por el contrario— la ha de encontrar el americano de esta parte del
continente en su realidad y, como expresión de ella, en su pasado. En ese
pasado conflictivo, sangriento, anárquico; pero un pasado que no carece de
grandeza. La grandeza de los hombres que han hecho posible esta América siempre
sedienta de libertad, buscándola en los más apartados lugares de la tierra;
desgarrándose para imponerse formas de libertad que han funcionado en otros
pueblos, pero que parecieran serle negadas. La América, con sus sufridos
indios, con hombres que han resistido una larguísima etapa de dominación que no
ha logrado abatirlos. Los indios sin los cuales esta América nuestra seguirá
aferrada a las cadenas de su esclavitud. Porque es esta realidad, transformada
en una gran unidad, como expresión de la voluntad de un solo hombre la única
forma de defensa que podrá permitir salvarlo de nuevos encadenamientos, de
nuevas formas de dominación. Una dominación que Martí, como Rodó y otros
miembros de esta generación, habían ya previsto, y contra la cual alertará a
los hombres de esta América.
EL INDÍGENA: MATERIAL DE EXPLOTACIÓN
Esta América que ha de salvarse con sus indios. Sobre
esta América y sus indios hablaba, también, el peruano Manuel González Prada.[2] Sobre
una América dividida, en la que sigue descansando un dominio que en nada se
diferencia del impuesto en cuatro largos siglos de coloniaje. En una América
que sigue manteniendo el coloniaje, pese a haber roto con la metrópoli que lo
imponía en el pasado. Nuevas metrópolis esclavistas siguen dominando al hombre
con el cual esta América habrá de contar si ha de realizar su futuro. Al
coloniaje externo se suma el interno. A la explotación del sistema originado
por el mundo llamado occidental se sigue manteniendo la de castas y grupos
sociales, que hacen descansar su hegemonía en la ya vieja explotación del
hombre que trabaja la tierra. Se une el viejo colonialismo con el
neocolonialismo; y las oligarquías a los imperialismos de las nuevas potencias.
Sobre el indígena, al que se sigue negando la calidad de hombre, sigue
descansando el orden neocolonial de la América Latina. Estos hombres siguen
siendo expresión de la barbarie; y de la civilización, sus opresores nacionales
e internacionales. “Donde se lee barbarie humana —dice Manuel González Prada—
tradúzcase hombre sin pellejo blanco” (González Prada 1908).
Se trata, pura y simplemente, de justificaciones que se
dan a sí mismos unos hombres para explotar a otros. Ni el indio, ni el negro
dejan de ser hombres porque tengan un color de piel distinto de la piel de su
explotador. Dejan de serlo porque con el pretexto de la piel, como podría serlo
cualquier otro, se cosifica a estos hombres y se les instrumenta. El hombre no
puede ser instrumento de otro hombre, pero sí lo es el indígena o el negro, sí
se hace del color de su piel el índice de su infrahumanidad. Una infrahumanidad
que no podrá jamás ascender a la humanidad, como no podrá dejar de ser indio o
negro. Por ello, José Carlos Mariátegui (1895-1930), siguiendo a su maestro
González Prada, declara: “La cuestión indígena arranca de nuestra economía.
Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”. Es el resultado de
la conquista mediante la cual el conquistador se apropió de la tierra y del
hombre que la trabajaba, convirtiéndolos en instrumento de su propio bienestar.
“La suposición de que el problema indígena es un problema étnico —sigue
Mariátegui—, se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El
concepto de razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de
expansión y conquista”. Por ello tampoco es de aceptar la ingenua tesis de
quienes pretendían, en el pasado inmediato, transformar a la supuestamente
América bárbara en una América civilizada mediante una inmigración blanca
masiva, y la salvación del indígena mestizándolo con el blanco. “Esperar la
emancipación indígena de un activo cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes
blancos —dice el pensador peruano—, es una ingenuidad antisociológica,
concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos”.
La supuesta degeneración del indígena es sólo una invención de sus
explotadores.
El problema indígena no es, tampoco, ni un problema
moral, ni educativo. El explotador siempre encontrará razones morales para
mantener su explotación y la educación será inútil si no se ofrecen al indígena
las oportunidades de realizar lo que ha aprendido. Es un problema económico, de
una economía que descansa en la enajenación del trabajo de una masa de hombres.
Se apoya en el orden creado por la conquista, que la misma República, lejos de
cancelar, agravó y acrecentó. Cambiar este orden, cambiar sus estructuras, será
hacer de esta dividida América Latina una sola América y de sus diversos
hombres, el hombre sin más. “La solución del problema del indio —dice José
Carlos Mariátegui— tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben
ser los propios indios”. El indígena ha de incorporarse, por su propio
esfuerzo, tomando conciencia de su innegable humanidad, a una tarea que ha de
ser común a todos los hombres de esta América. No más la dependencia frente a
quien supuestamente otorga o concede libertades. Éstas han de ser alcanzadas
por cada hombre en concreto, debe ser objeto de su no menos concreta
responsabilidad. “Un pueblo de cuatro millones de hombres —dice Mariátegui
refiriéndose a los indígenas peruanos— consciente de su número, no desespera
nunca de su porvenir. Los mismos cuatro millones de hombres, mientras no son
sino una masa orgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su
rumbo histórico”. Y por lo que se refiere a quienes tratan de ayudar en la
solución del problema, éste no sería resuelto con nuevos lirismos. “Colocando
en primer plano el problema económico-social asumimos la actitud menos lírica y
menos literaria posible. No nos contentamos con reivindicar el derecho del
indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor, al cielo. Comenzamos
por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. La redención, la
salvación del indio, he aquí el programa y la meta de la renovación peruana”
(Mariátegui 1928). En esta línea se orientará la política, entre otras,
del apra(Alianza Popular
Revolucionaria Americana) con preocupaciones indoamericanas, alentada e
ideologizada por Víctor Raúl Haya de la Torre, seguida por Acción Popular
creada por Fernando Belaúnde y continuada por la revolución nacional peruana
que propiciarán los militares a partir de 1968.
La Revolución Mexicana, iniciada en 1910, se
planteará, igualmente, el problema de la reivindicación de los derechos del
indígena y su incorporación a la sociedad mexicana. Una revolución que actuará
como un gran crisol en el que el concepto racial va dejando su lugar a
conceptos sociales. El Instituto Nacional Indigenista, creado por la revolución
para poner fin a discriminaciones sociales que se hacían descansar en supuestas
diferencias raciales, se plantea el problema indígena como el problema de
hombres que han sido objeto, una y otra vez, de explotaciones por parte de
grupos que enarbolan como justificación conceptos etnológicos. Gonzalo Aguirre
Beltrán (1908), uno de los dirigentes de esta institución, expresa con toda
claridad lo que se quiere decir con indio, cuando se habla de él. “La
calificación de indio —dice— determina una condición social. Llamamos indio a
todos los descendientes de la población originalmente americana que sufrió el
proceso de la conquista y quedó bajo una dependencia colonial que, en las
regiones de refugio se ha prolongado hasta nuestros días. El término indio impuesto
por el colonialismo español —agrega—, nunca determinó una calidad étnica sino
una condición social; la del vendido, la del sujeto a servidumbre por un
sistema que lo calificó permanentemente de rústico y de menor edad”.
Precisamente, lo que se ha propuesto la revolución, ha sido “acabar con la
condición de indio que lo mantiene en situación de dependencia y subordinación”
(Aguirre Beltrán 1971).
De esta forma el pensamiento latinoamericano
contemporáneo renuncia, definitivamente, al uso de definiciones etnológicas en
las que se establecieron nuevas formas de dominio sobre una gran masa de
hombres de esta América, o bien se pretendió justificar su exterminación en
donde su presencia tenía menos volumen. No hay indios, sólo hombres marginados
y explotados por otros hombres. Trabajadores, pura y simplemente. La pugna en
esta América, la lucha ya ancestral que se escenifica en ella, no es ya entre indios
y blancos, sino entre explotados y explotadores, entre campesinos y oligarquías
e intereses extraños que se aprovechan de su trabajo. Por ello, no se habla ya
de reivindicar al indio, sino de reivindicar los derechos del pueblo. Y pueblo
son estos hombres una y otra vez marginados y explotados. De lo que se trata
ahora es que estos hombres, con la plenitud de sus derechos, se incorporen al
progreso y prosperidad de la nación. Juan Velasco Alvarado, líder de la
revolución nacionalista peruana, expresa esta actitud diciendo: Tratamos de
hacer realidad “el grito libertario del agrarismo latinoamericano: la tierra
para quien la trabaja”. De lo que se trata es de hacer justicia “al honrado
campesino del Perú, que siempre ha vivido explotado [...] Nunca antes —sigue
diciendo— hubo auténtica unidad nacional porque no puede haber armonía entre
explotados y explotadores” (Velasco Alvarado 1970). No es, tampoco, una lucha
regional, sino una lucha que se realiza en diversas regiones del mundo. La
lucha, pura y simplemente, del hombre para poner fin a dominaciones que le
vienen imponiendo otros hombres con diversos pretextos, con diversas
justificaciones. Es la misma lucha, dice Velasco Alvarado, que se libra en toda
la América Latina, el Asia y el África. No una lucha entre hombres de color y
hombres blancos, sino entre explotados y explotadores, en diversas regiones del
mundo. Una lucha que debe terminar para que todos los hombres se sumen en un
solo esfuerzo por el logro de la libertad y la felicidad del hombre en todos
los rincones de la tierra, en sus muy diversas y no menos concretas
expresiones.
EL INDÍGENA: COMPLEMENTO ONTOLÓGICO DEL
AMERICANO
Buscando en su realidad el pensamiento latinoamericano
se encuentra con el hombre. Con el hombre en una de sus expresiones concretas:
el indio. El indio, que parecía ser extraño a la mirada del criollo y el
mestizo quienes, de esta forma, mantenían explotaciones y justificaban sus
intereses. Ha sido a través de este mirar que el indio ha sido objeto de
explotación o exterminio. Se le ha considerado un instrumento o un estorbo.
Pero ahora, en ese buscar sobre sí mismo, el pensamiento de esta América
encuentra al indio como quien encuentra la mitad de su ser. Como la otra parte
de su propio ser. Nada más y nada menos que la parte sobre la que descansa y ha
descansado la posibilidad de la sociedad que los latinoamericanos han heredado
en gran parte. El indígena es el pasado que, inútilmente, trató de borrar o
ignorar la generación de nuestros emancipadores mentales. El pasado cuya
permanencia se hizo posible al ser mantenidas las estructuras sociales en que
descansaba: la explotación del hombre por el hombre, la explotación que inició
el colonizador sobre el colonizado y continuó el democrático y liberal hombre
de la civilización de los siglos xix y xx.
El indio es el otro y, como tal, está allí, como una
ineludible prolongación de nuestro ser. De un ser que el pensamiento
latinoamericano de las últimas décadas tratará de captar y definir. Dentro de
este ser, naturalmente, está el otro, mudo, impasible en sus expresiones
verbales, pero compacto en su presencia como acción sobre una tierra que no le
pertenecía y que ha significado la realización y posibilidad de la América que
descansa en esa acción. El mexicano Luis Villoro (1922) dice: “El indigenismo
actual, nace [...] del intento del mexicano por captarse a sí mismo. Al volver
la mirada reflexiva sobre nuestro espíritu y sobre nuestra comunidad, los
encontramos desgarrados; el indigenismo obedece al proyecto de suprimir ese desgarramiento
por la unión de los elementos espirituales y sociales que nos integran”. Claro
que ese otro no se nos da como quien es, como el otro, precisamente, aunque
ahora sí anhelamos descubrir su ser, porque en este su ser va una gran porción
del nuestro. Esa expresión ha de sernos dada por el propio indígena. Pero éste
parece insistir en ser mudo, y si algo nos ofrece esto, queda el horizonte de
nuestras propias expresiones, dentro del punto de vista de nuestros propios
proyectos. Proyectos que quisiéramos compartir. “Pero la reflexión resulta
incapaz de realizar ese proyecto —dice Villoro— porque topa con una dimensión
en la realidad que no puede iluminar y que no depende de su propio proyecto
sino de la trascendencia del indígena”.
¿Cómo salvar los obstáculos que impiden al
latinoamericano asimilar esta parte de su ser? ¿Cómo salvar el supuesto abismo
que separa al latinoamericano del indígena? ¿Proyectos distintos? ¿Extrañeza
del indígena frente a un mundo que no considera suyo? Esta extrañeza le viene,
podríamos agregar, de los proyectos del hombre de esta América, que parecen no
ser los del indígena. De hecho no son, porque en estos proyectos el indígena ha
seguido jugando el papel de instrumento. El indígena, instrumento del
conquistador, del colonizador, del criollo, del mestizo y del supuestamente
emancipado latinoamericano, sigue siendo instrumento de una prosperidad y
bienestar que no son suyos. Sigue siendo aún un menor de edad al que hay que
conducir, de esta manera explotar. José Martí, Manuel González Prada, José
Carlos Mariátegui y otros muchos en Latinoamérica han denunciado la permanencia
de una explotación que se inicia con la conquista y se prolonga a través de la
supuestamente liberada América Latina de nuestros días. Lejos de ser inferior
la explotación de la República a la que realizaba la Colonia, es aún más dura y
despiadada, porque no ve ya en el indígena a otro hombre, por menor de edad que
sea, sino a un ente biológico, naturalmente inferior. Algo por explotar, como
se explota la fauna y la flora. ¿Cuál ha de ser, entonces, la vía de
recuperación de esa ineludible parte del ser de esta América? La pasión, el
amor, dice Villoro. El indígena es el otro, con una dimensión ontológica que
parece serle propia, ajena, hermética. Pero es el haber captado esta extraña
dimensión lo que abre ya la posibilidad de su incorporación al propio ser
latinoamericano. “Al vislumbrar esa dimensión ontológica —agrega Villoro—,
surge la fascinación; sentimiento en el que captamos la doble dimensión del mundo
indígena y por el que nos abrimos a su enigma”.
Pero esta fascinación, esta atracción por captar a ese
otro que también sabemos nuestro, no será suficiente. “En ella no nos entrega
aún el indio su ser propio, sólo nos lo señala como lo oculto, sólo lo significa.
Su principal valor consiste en que nos abre el camino para transitar a otro
temple de ánimo más profundo en el que se rompería, por fin, el proceso a que
sujetábamos al indio; actitud en la que respetaríamos la mentalidad y la
trascendencia propias del indio sin por ello cejar en el intento de hacerlo
nuestro. Tal temple de ánimo es la pasión; pasión como acción y
transida de amor o como amor explayándose en acción”. Pasión y amor, como
acción. ¿Qué acción? La que nos sea común. Una acción que no haga ya del
indígena un simple instrumento, sino acción para el logro de una meta común.
Meta común como lo es la liberación plena de esta América, el término de una
situación de dependencia de la que se deriva también la incomprensión del
indígena. La meta ha de ser la descolonización, la liberación. Así lo entiende
Luis Villoro cuando dice: “Fascinado por la realidad indígena, el indigenista
se ve lanzado por estas dos vías, amor, acción, para lograr la recuperación de
lo indígena en la dimensión propia que la fascinación ha revelado. Por la
acción recuperará al indígena que escindía su comunidad, uniéndose con él en la
misma lucha libertaria” (Villoro 1952). Luis Villoro, ya en otro lugar llegaba
a las conclusiones a que habían llegado o estaban llegando los empeñados en una
revolución que cambiase la situación de dependencia de nuestra América: lucha
contra los explotadores por los explotados, cualquiera que fuesen las
justificaciones que los primeros quisieran dar a su explotación. La vieja lucha
de que habla Hegel, entre el amo y el esclavo, la lucha del proletariado, de la
que habla Marx, contra sus explotadores. En América, como en otras regiones del
llamado Tercer Mundo, es la vieja lucha entre el colonizador y el colonizado,
lucha a nivel horizontal entre el proletariado de los pueblos colonizados, y
los centros de poder, las metrópolis colonizadoras y explotadoras (Villoro
1950).
En la otra región de esta nuestra América, en la que
la densidad de la población indígena ha dado a éste el papel de proletario, de
explotado, ya que es el hombre que no posee otro bien que su
trabajo, en el Perú, el filósofo Francisco Miró Quesada (1918), empeñado como
el mexicano en una acción que recupere al indígena para la nación dice: “Uno de
los grandes acontecimientos de la cultura occidental contemporánea ha sido el
descubrimiento de que la palabra hombre no significa nada si no se relaciona
con una situación determinada”. Porque en esta América de origen latino se ha
hablado del hombre y de la humanidad con profusión. Pero fuera de este Hombre y
Humanidad, con mayúsculas, en abstracto, ha quedado el hombre y la concreta
humanidad de los hombres de esta América, como la de los indígenas. El
indígena, pese a una larga tradición de supuesto humanismo latinoamericano, ha
quedado siempre fuera, extraño, ajeno a tales declamaciones. El indígena, como
hombre concreto, ha sido, una y otra vez marginado, colocado en la fauna y
flora que han de ser explotadas para lograr la incorporación de Latinoamérica
al progreso. “Una de las limitaciones más graves del pensamiento helénico
—sigue Miró Quesada—, limitación que fue heredada por el
pensamiento occidental, fue el concebir al hombre como un ser análogo a los
objetos naturales y artificiales que encontramos en torno nuestro. Así como las
cosas tienen una esencia y puede hablarse de ellas en general, así se creyó que
tenía sentido hablar generalidades sobre el ser humano”. El hombre se convirtió
en teoría, en abstracción, al servicio de las interpretaciones de otros hombres
que dosificaron la misma en relación con sus intereses. Hombres que hicieron de
esa abstracción la justificación de su empeñada dominación.
En Latinoamérica el humanismo abstracto —en sus
múltiples expresiones, y como ideología de grupos sociales empeñados en ocupar
el lugar que el dominio ibero dejaba en América—, sentó sus tiendas. De la
ideología supuestamente humanista del enciclopedismo ilustrado, se pasó al
liberalismo con sus múltiples instituciones formales hasta anquilosarse en el
positivismo haciendo de la libertad concreta del hombre el instrumento,
ordenado, de un progreso visto como infinito. Este humanismo abstracto marginó,
una vez más, al hombre concreto de esta América. Al hombre sobre cuyo trabajo
se iba a seguir manteniendo la posibilidad de ese anhelado progreso llevado al
infinito. Este hombre siguió siendo el indígena que quedó fuera de las
concepciones del humanismo del que se venía hablando. Y fuera, precisamente,
por la concreción de sus expresiones, esto es, por no semejarse a otro hombre que
no era él, por no semejarse al hombre empeñado en instrumentarlo con diversos
pretextos, entre ellos el de su supuesta infrahumanidad. “Al hablar de
libertad, de igualdad y de fraternidad —dice Miró Quesada—, los revolucionarios
creen con toda su alma que hablan de la libertad, de la igualdad y de la
fraternidad de todos los criollos, mestizos, indios y negros. Pero en realidad
las palabras sólo tienen sentido para los que impulsan el movimiento”. Las
grandes masas indígenas quedan al margen. “Se realiza así una revolución
abstracta, se crea un país abstracto, un gobierno abstracto, una ley abstracta,
todo en función con un hombre abstracto”. Esto es, se produce el vacío que
caracterizará a la cultura latinoamericana y al hombre que la ha originado. La
abstracción, la nada, frente a la realidad una y otra vez marginada
en función con una abstracción, que al fin de cuentas, será expresión de otra
realidad ya no abstracta, sino concreta, pero ajena a esta América y al hombre
concreto que en ella vive.
Dos Américas, dos Perú, dos hombres irreconciliables.
Una América abstracta, un Perú abstracto, un hombre abstracto, eludiendo a la
América, al Perú y al hombre concreto de los mismos. Desgarramiento interno,
llama Miró Quesada a esta evasión de la realidad. Pero una realidad que, pese a
todo, no ha podido ni puede ser evadida. Una realidad que al ser marginada e
ignorada, marginada e ignorada para su fácil manipulación, va dando origen a
fuerzas que se acrecentan con la presión. Fuerzas que se saben ajenas a las abstracciones
justificadoras de esa presión y, por ajenas, dispuestas a destruirlas sin
miramiento alguno. Una América y un Perú concretos, dispuestos a eliminar
resistencias que los oprimen al servicio de intereses que les son extraños. “La
situación que produce esta abstracción —dice Miró Quesada—, este desgarramiento
inicial, la conocemos de sobra. Mediante un dinamismo social e histórico
inflexible, se va creando una presión estructural cuyo avance amenaza terminar
con todo. Porque se habló del hombre, pero el hombre fue considerado como una
idea, surge ahora como una realidad amenazante. Porque se creyó que bastaba
hablar de amor por los hombres para amarlos, nos encontramos hoy con hombres de
carne y hueso que no nos aman. Nos encontramos con el hombre de la comunidad y
de la puna, con el hombre de la barriada y del tugurio, con hombres que exigen
y amenazan, aquí, allá, a nuestro lado, frente a nosotros”.
El indio, el otro de esta realidad latinoamericana,
está allí. Ese otro del que hablaba también Luis Villoro, extraño, ajeno a los
proyectos de esta América. Ajeno, decíamos, porque previamente ha sido excluido
de los mismos o incluido como simple instrumento para la realización de los
mismos. Talante supuestamente ajeno. Talante que es la respuesta, nos dirá Miró
Quesada, a nuestro propio talante. Talante de dominación, el nuestro, puesto en
crisis por el talante del hombre que se sabe explotado y que no está dispuesto
a seguir siéndolo. En este sentido dos puntos de vista, dos proyectos que no se
complementan sino que se enfrentan. Unir lo separado, incorporar al indio a
nuestro ser; formar parte del proyecto del indígena, en otro plano que no sea
el de su negación, implicará renunciar al papel de subexplotadores, de luchar
contra la dominación renunciando a la propia. “Nuestro país —sigue Miró
Quesada— en realidad no era uno solo, sino dos países. Nuestra realidad era un
desgarramiento y su solución era una sola: la reconciliación. Mientras el Perú
no fuese capaz de unificarse, mientras no fuese capaz de sobrepasar la ruptura
entre el minúsculo grupo de privilegiados y la mayoría explotada, mientras no
fuese capaz de reconocer al hombre en el indio, sería incapaz de ser a sí mismo
y de contener la presión estructural que comenzaba ya a sofocarlo. Era por eso
necesario encontrar una solución concreta, una solución capaz de hacer posible
esa reconciliación, de lograr el reconocimiento”.
La vía propuesta por Francisco Miró Quesada, es la
misma que propone Luis Villoro, es la propuesta por los González Prada, los
Mariátegui y los partidos que en el Perú hablaron y hablan de revolución
social; son los proyectos de la Revolución Mexicana y las instituciones creadas
para su logro, para la acción. Una acción común a todos los hombres de esta
América. Una acción liberadora en toda su plenitud. No más un nuevo pretexto de
explotación a nombre de esa liberación. Por ello Miró Quesada afirma: “Si el
problema era el desgarramiento inicial, si la solución era la reconciliación,
la única salida posible tenía que ser una praxis política encaminada hacia una
afirmación de la condición humana. Pero esta praxis no podía consistir en una
nueva afirmación abstracta, en una declaración romántica de amor universal por
todos los hombres. Tenía que ser una afirmación concreta, una afirmación que
pudiera ser comprendida por todos los peruanos, que adquiriera su significación
desde la situación misma de nuestra realidad humana” (Miró Quesada 1968). La
realidad humana como expresión del hombre en sus diversas dimensiones. No como
una negación más del hombre por esta o aquella concreción. El hombre es eso,
concreción, multitud de diversidades específicas, pero no tan diverso que en
alguna forma se pueda transformar en superhombre o subhombre. La afirmación del
ser del indio en esta América, no tendrá que implicar la negación del hombre
blanco. La afirmación de los valores de la cultura indígena no podrá tampoco
implicar la negación de los valores de la cultura que, por la vía de la
dominación, el hombre de esta América ha hecho suyos. Se trata, de una vez por
todas, de integrar, no de separar. De construir, no de destruir. La
incorporación del hombre que la dominación interna y externa había marginado,
no puede, no debe implicar una nueva forma de dominación. Nada creado por el
hombre puede ser extraño al hombre.
EL NEGRO, LA NEGRITUD Y EL RECONOCIMIENTO
DEL HOMBRE
“Somos por primera vez en nuestra historia —dice
Octavio Paz—, contemporáneos de todos los hombres”. Esta contemporaneidad se
nos ha hecho expresa a través de la soledad, del ninguneo, esto es, de la
marginación a que hemos sido sometidos por diversas formas de dominación.
Dominación en diversas escalas; a la dominación impuesta, la dominación dentro
de la dominación. Al coloniaje impuesto por Europa, el mundo occidental y sus herederos
y el subcoloniaje de intereses locales, pero al servicio de los grandes
intereses externos, como garantía de supervivencia. El subcolonizador local
prendido a los intereses del colonizador externo, siguiendo abiertamente su
suerte; una suerte que considera longeva. Dentro de la subcolonización, además
del indio está el negro, el hombre de color. Sobre este hombre ha descansado,
también, el desarrollo y grandeza del mundo occidental, así como la mezquina
seguridad del capataz local. Es el hombre que ha sufrido la dominación del
conquistador hispano, lusitano, inglés, francés y holandés. Dominación que sólo
ha sido transferida de un dominador a otro con la complicidad de algunos
hermanos de raza que, desde esta forma, esperaban trascender su condición
esclava e, inclusive lo que parecía marca de la misma, el color de la piel.
Hombre hermanado en la explotación con el indio, al que muchas veces sustituyó
para que el explotador alcanzase mejores frutos. Pero un hombre al que diversas
situaciones de las que han sido propias del indígena han hecho consciente del
papel que tiene en la cultura, de la que ha sido instrumento de desarrollo y
progreso sin disfrute alguno de su parte. El negro, a diferencia del indio, no
presenta ya un talante hierático, extraño, mudo. El negro dice ya lo que
quiere, dice ya lo que su conciencia le ha hecho expreso. En esta su toma de
conciencia se ha encontrado, como diría Octavio Paz, con “las manos de otros
solitarios”. De otros hombres como él, en primer lugar con otros
hombres negros, hermanos de raza y de explotación, los negros de África. Del
África originaria, de donde sus abuelos fueron desarraigados para ser
explotados como animales; del África que también ha sido y es objeto de
explotación por los mismos esclavizadores, manipuladores. El negro de la
América se sabe ya descendiente y hermano del negro del África, solidario con
él, pero también solidario, a través de esta misma toma de conciencia, con los
hombres de otras regiones de la tierra, amarillos, morenos, aceitunados e,
inclusive, blancos. Todos unidos bajo el mismo signo, el de la dominación, bajo
un signo que hay que cambiar.
El poeta Aimé Cesaire (1913) y el filósofo Frantz
Fanon (1925-1961), latinoamericanos por formar parte de América la Martinica
colonizada por una nación latina, Francia, expresarán ejemplarmente el
pensamiento de estos hombres. Ambos, también, ligarán su pensamiento y acción
al pensamiento y acción de otros explotados, como los africanos. Aimé Cesaire
acuña, con el poeta senegalés Leopoldo Sedar Senghor, el concepto de “negritud”
tomado como instrumento reivindicativo del hombre negro y sus expresiones
culturales. Frantz Fanon, por su lado, ligaría su suerte como combatiente, no
ya a una nación negra, sino a un pueblo africano, al de Argelia, explotado y
dominado por el imperialismo europeo. Ambos se enfrentan en lo cultural y lo
político, al mismo dominador de sus pueblos en América, el colonialismo
occidental, aquí el francés. Conscientes ambos de que la lucha en América, como
en África, en Asia y Oceanía, es la misma lucha por reivindicar, por salvar al
hombre. Al hombre concreto, con una determinada piel, cabello, ojos y cultura.
Hombres concretos que se han de salvar con su concreción.
Sobre el indígena, veíamos, habla el hombre que no lo
es, ante el hierático silencio de aquél. El no indígena es el que se empeña en
penetrar en los proyectos del indio, en conocer sus designios y hacerse
comprender por él. Es el no indio el que se lanza a la tarea de incorporar al
indígena o de penetrar en él. Es el no indígena el que lo incita e invita a
formar la unidad. Pero el indígena, una vez que asimila la cultura del no
indígena, deja de serlo, por lo cual no se expresa ya como tal. Por Benito
Juárez, el indio mexicano de Oaxaca transformado en Benemérito de las Américas,
no hablará ya el indio, sino el mexicano y el americano. El indio incorporado a
la cultura del dominador deja de ser indígena y se expresa como uno más de los
latinoamericanos. El supuesto secreto de su raza se pierde al ser asimilado a
la cultura nacional. No sucede lo mismo con el hombre negro cuyo pasado va como
impreso en el color de su piel. Cesaire y Fanon hablarán de los esfuerzos que
este hombre ha hecho, tanto naturales como culturales para borrar el color de
esa piel. Negación aún más difícil de lograr de la que pretenderá el
latinoamericano negando su pasado colonial. El pasado colonial y esclavista del
negro va pegado a su piel. Con Cesaire en América y Senghor en África, se
inicia una nueva forma de negación: la de la aceptación de este imborrable ser,
mediante la idea de “negritud”. Será a partir de esta negritud que el negro
proclame su humanidad y exija le sea reconocida por el blanco dominador (Cf.Sartre
1960 y Zea 1974). Lo negro no es sino una forma particular, personal, del
hombre; como lo es también lo blanco, y como lo es cualquier otra expresión de
lo humano. Siempre algo concreto, ya no más una abstracción a través de la cual
se pretende dominar a quienes no caben en los perfiles de la misma.
Para el negro de América, África se presenta como el
paraíso perdido, el paraíso de donde ha sido desterrado. Aimé Cesaire canta a
ese pasado africano que no pertenece ya al negro de América. No somos, dice, ni
amazonas del rey de Dahomey, ni príncipes de Ghana, ni doctores de Tombuctú, ni
arquitectos de Djenne, ni madhis, ni guerreros. “El único indiscutible récord
que hemos batido es el de soportar el látigo. Y este país gritó durante siglos
que somos unos brutos; que las pulsaciones de la humanidad se detienen ante las
puertas de la negrería”. Respecto al ser de este negro, “podía decirse que la
miseria se había afanado mucho para terminarlo”. Ésta es lanegritud, lo
que el otro ha impuesto al hombre negro. El otro es el blanco, pero un blanco
que ya no quiere ser este hombre negro pese a la miseria que siente como
propia. El blanco es ya el pasado, lo que ya no puede seguir siendo; por el
contrario, el hombre de color es el futuro del hombre. Se han invertido los
valores. “Escuchad al mundo blanco / —dice Cesaire— terriblemente cansado de su
inmenso esfuerzo / sus rebeldes articulaciones crujen bajo las duras estrellas
/ [...] escucha sus victorias proditorias pregonar sus derrotas / escucha las
grandiosas coartadas su mezquino tropezón / ¡Piedad para nuestros vencedores
omniscientes y pueriles!”. Cahier d’un retour au pays natal es
el canto del negro a su propia humanidad frente a la deshumanizada humanidad
del blanco. El negro, al contrario del indígena, dice claramente lo que siente,
expresa la miseria milenaria que le ha sido impuesta, al mismo tiempo que se
niega a ser más como su dominador, no quiere para sí esa humanidad mezquina que
es incapaz de reconocer a un semejante. ¿Qué es lo que quiere ser este hombre
negro? Un rebelde, un hombre de determinación, de recogimiento y siembra. No
quiere ser como el blanco, no quiere, tampoco, ser hombre de odio, sino de
amor, de solidaridad. “Haced de mí el ejecutor de estas altas obras / ha
llegado el tiempo de fajarse como un hombre valiente. / Pero haciéndolo,
corazón mío, líbrame / de todo odio / no hagáis de mí ese hombre de odio para
quien sólo tengo odio”. El poeta no quiere la destrucción de raza alguna, de
hombre alguno; en todo caso buscar la propia, la propia como expresión de odio
y rencor, para que así brote el hombre, el hombre universal, con independencia
de la concreción de sus expresiones! “Sabéis que no es por odio contra las
otras razas / que me obligo a ser cavador de esta única raza / que lo que yo
quiero / para el hombre universal / para el ser universal” (Cesaire 1969).
Frantz Fanon en Peau noire, masques blancs,
habla también de los inútiles esfuerzos del hombre negro por cambiar de piel
por otra vía que no sea la asunción de su propia realidad. Habla de la idea
de negritud acuñada por Cesaire, viéndola sólo como un principio,
no como un fin. El negro al afirmar su color “soy un negro, soy un negro, soy
un negro”, ¿lo hace a partir de un sentimiento de inferioridad?, pregunta
Fanon. No, contesta, es un sentimiento de inexistencia. El pecado es negro, la
virtud blanca. Es imposible que todos estos blancos juntos, revólver en mano,
se equivoquen. “Soy culpable. No se de qué, pero sí sé que soy un miserable”
(Fanon 1966). “Y aquí están —dice por su parte Aimé Cesaire— aquellos que no se
consuelan de no ser hechos a semejanza de Dios sino del diablo, aquellos que
consideran que se es negro como se es dependiente de segunda clase [...]
aquellos que capitulan ante sí mismos, aquellos que viven en el fondo de la
mazmorra de sí mismos” (Cesaire 1969). Todo esto puede ser cierto, y lo es como
expresión de lo que este hombre ha sido en su encuentro con el blanco. Pero es
algo que no puedo yo seguir siendo, dice Fanon, algo que tiene que ser
asimilado tal y como lo muestra Hegel. El hombre negro no puede ya cargar con
el fardo de la miseria que le fue impuesta, lleno de odio para sus
esclavizadores. La esclavitud ha sido un momento de su ser, pero no puede
seguir siendo. “¿Es que no tengo otra cosa que hacer en esta tierra —dice
Fanon— que vengar a los negros del siglo xviii?
Yo, hombre de color, no tengo derecho a buscar en qué es superior o inferior mi
raza a otra cualquiera. No hay una misión negra; no hay un fardo blanco. Si el
blanco me discute mi humanidad, yo le demostraré, haciendo pesar sobre su vida
todo mi peso de hombre, que no soy ése [...] con que insiste en imaginarme”.
Fanon asimila su negritud y se
expresa a sí mismo y su raza como una forma del hombre siendo pura y
simplemente hombre. Hombre entre hombres, no cargando con odios, ya que el odio
es una forma de sumisión, de dependencia hacia el odiado. El hombre, como
hombre, está más allá de esa relación subordinante. “No quiero —dice Fanon— ser
la víctima de la trampa de un mundo negro. Mi vida no se
consagrará a hacer el balance de los valores negros. No soy prisionero de la
historia. No tengo que buscar en ella el sentido de mi destino. No hay que
intentar fijar al hombre, pues su destino es ser soltado. La densidad de la
historia no determina ninguno de mis actos” (Fanon 1966).
Negado el pasado, por vía de su asimilación, queda el
futuro. El eterno futuro del hombre en el que han de participar todos los
hombres. No es verdad que con el blanco se haya acabado la historia, dice Aimé
Cesaire. En realidad es ahora que principia. “Y la voz dice que Europa durante
siglos nos ha acabado / de mentiras e hinchado de pestilencias, / porque no es
verdad que la obra del hombre haya terminado / que no tengamos nada que hacer
en el mundo / que seamos unos parásitos del mundo / que basta que nos pongamos
al paso del mundo / pero la obra del hombre sólo ha empezado ahora / [...] y
ninguna raza tiene el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza
/ y hay sitio para todos en la cita de la conquista” (Cesaire 1969). De este
futuro, como anhelo, habla también Frantz Fanon. “Yo, hombre de color —dice—
sólo quiero una cosa: Que jamás el instrumento domine al hombre. Que cese para
siempre la esclavización del hombre por el hombre. Es decir, de mí por otro.
Que se me permita descubrir y querer al hombre donde esté. El negro no es. No
más que el blanco. Los dos tienen que apartarse de las voces inhumanas que
fueron las de sus antepasados respectivos a fin de que nazca una auténtica
comunidad. Los hombres pueden crear las condiciones de existencia ideales de un
mundo humano mediante un esfuerzo de reasunción de sí y de desprendimiento
voluntario, mediante una tensión permanente de libertad” (Fanon 1966). Fanon
deja su parte de responsabilidad en esta tarea al blanco, mientras le pide al
negro, a todos los demás hombres, hagan la suya. ¡Allá el blanco con sus
complejos de culpa actuales! El no blanco debe apresurarse a construir el
futuro del hombre, en el que debe incluirse al mismo blanco.
EL LATINOAMERICANO COMO EL HOMBRE SIN MÁS
La problemática del pensamiento latinoamericano, como
se habrá visto a lo largo de este libro, la ha provocado, centralmente, la
conciencia de la situación de dependencia. Una situación que el dominador ha
venido justificando partiendo de lo que llamamos regateo de humanidad. Esto es,
partiendo de un modelo de humanidad, el propio del dominador, con el que se
califica la humanidad del dominado. De esta calificación se hará depender la
dominación e inclusive, la destrucción del hombre que no se asemeja al modelo.
De allí la preocupación, ya dentro de la colonización ibera, de los naturales o
nacidos en esta América por hacer destacar su humanidad. Una vez alcanzada la
independencia política de las metrópolis iberas y, más tarde de la Europa y el
llamado mundo occidental, la preocupación del pensamiento latinoamericano se
enfocará a demostrar, ante ese mundo, la humanidad de sus hombres, el humanismo
de su cultura. La preocupación de los emancipadores mentales del siglo xix fue la de formar hombres que
respondiesen a los modelos que presentaba el nuevo colonialismo. El fracaso de
este intento y la conciencia de marginalización frente a una cultura que se
expandía por todo el orbe, junto con los intereses de los hombres que la habían
originado, plantearán nuevamente el problema en el siglo xx. Resultado de este nuevo
planteamiento ha sido el pensamiento de un Rodó, un Martí, un Mariátegui y
otros muchos latinoamericanos.
Una vez más la pregunta sobre el ser del hombre de
esta América. Pregunta que origina el encuentro con esa expresión de lo humano,
que es el indio y el negro. En México, la revolución de 1910 hace a sus
pensadores y artistas volver sobre sí mismos tratando de definir o expresar su
propio ser. Su ser hombres concretos y, por ende, no menos hombres que los que
se presentaban a sí mismos como modelo de humanidad. En este sentido la más
destacada expresión de esta preocupación será la obra de Samuel Ramos de la que
ya hemos hablado páginas atrás, El perfil del hombre y la cultura en
México. En esta obra su autor buscará delinear el perfil del hombre concreto
de esta parte del mundo, de la humanidad, de la América Latina, de México. El
ser del hombre de México, pero como parte o expresión del hombre. Expresión de
lo humano en su forma más concreta, con sus posibilidades e impedimentos, como
todos los hombres. Un hombre al que las circunstancias históricas en que se ha
formado, las propias de la dependencia, han perfilado con signos negativos.
Signos que respecto a otro hombre, el negro, hemos ya visto expuestos en un
Cesaire y un Fanon. Pero el hombre es algo más de lo que ha sido o de lo que
han hecho otros hombres de él, el hombre es libertad para elegir la hechura de
su ser en el futuro. El hombre, con el que se encuentra Ramos, es el resultado
de una concreta situación. “Cada individuo —dice Ramos— vive encerrado dentro
de sí mismo, como una ostra en su concha, en actitud de desconfianza hacia los
demás, rezumando malignidad, para que nadie se acerque. Es indiferente a los
intereses de la colectividad y su acción es siempre de sentido individualista”.
¿Será posible expulsar del mexicano este fantasma de su ser?, se pregunta
Ramos. Un ser con el que se ha encontrado, cuyo psicoanálisis da como expresión
el sentimiento de inferioridad de que habla Adler. Es a este hombre al que hay
que cambiar para que se incorpore en una tarea en que no debe haber ni
superiores ni inferiores. ¿Cómo? Mediante una acción de autoconocimiento, dice
Ramos. “Cuando el hombre así preparado descubra lo que es, el resto de la tarea
se hará por sí sólo” (Ramos 1934).
Samuel Ramos publica su obra en 1934, en una etapa en
que la revolución lucha ya por institucionalizarse, poniendo fin a una larga
guerra fratricida. Dos décadas más tarde, la preocupación en torno al hombre de
esta América, en forma concreta del hombre que le da sentido, alcanza un auge
extraordinario. El filósofo español, transterrado a México, José Gaos
(1900-1969), señalará la semejanza de las preocupaciones del filósofo mexicano
con las de Ortega y Gasset y el orteguismo en España. La preocupación por el
autoanálisis, por la búsqueda de identidad. El mexicano, como el español,
reclama de esta forma su incorporación en las tareas de una cultura de la que
se saben parte; pero sin renunciar, como se intentó antes, a la propia
personalidad, a la propia individualidad (Gaos 1939). Discípulos de Ramos y
Gaos, animados y estimulados por esa preocupación, realizan un amplio análisis
de México, el mexicano y lo mexicano, que será ampliado al contexto
latinoamericano, en donde se realizan ya otros esfuerzos para identificar al hombre
de esta América. Samuel Ramos se referirá a esta nueva tendencia de análisis
sobre el hombre de esta parte de América diciendo: “El actual florecimiento de
los estudios sobre el mexicano, no es el fruto de un capricho o veleidad del
pensamiento, ni obra de una improvisación, sino el síntoma de una auténtica
inquietud de nuestra conciencia provocada por motivos externos e internos. Los
motivos externos pueden encontrarse en la crisis de la revolución de 1910 y en
una situación histórica mundial favorable a la definición de regionalismos. En
cuanto a los motivos internos, están constituidos por la maduración del
espíritu mexicano que llega a la mayoría de edad y siente desarrollarse su
individualidad propia”.
La revolución, en la década de los cincuenta, se ha
institucionalizado y se encuentra en una activa etapa de construcción. De la
construcción propia de grupos sociales que anhelan una organización social que
permita, al país que están construyendo, ser parte activa del orden
internacional que Europa occidental y los Estados Unidos han creado, pero en
otra situación que no sea ya la de instrumento. México y con México la América
Latina, como reclamará Alfonso Reyes, “ha alcanzado su mayoría de edad” y exige
ser tomado en cuenta. De allí la importancia que los mexicanos darán a la
búsqueda de su identidad; búsqueda que también realizan ya otros grupos de
pensadores latinoamericanos, a través de la historia de sus ideas, el
pensamiento, la filosofía y la cultura; o bien en la búsqueda ontológica del
hombre de esta América. A esta preocupación, y como apoyo a la pretensión de
madurez, la de haber alcanzado la mayoría de edad, se agrega la conciencia de
lo que ha significado, no ya sólo para el hombre de América, sino para el
hombre en su totalidad, la catástrofe de la segunda gran guerra. En ella el
hombre ha sido machacado y humillado. La humanidad ha sabido de humillaciones y
dolores indescriptibles. Una guerra total sufrida por hombres concretos sin
distinción de razas, credos y cultura. De ella el pretencioso europeo ha salido
solidario con hombres a quienes antes regateaba humanidad. Este hombre ha
tomado también conciencia de la relatividad de su propia humanidad, de la
relatividad de lo que parecía esencial a todo hombre. Se encuentra hombre entre
hombres, no siendo ya el hombre por excelencia. Este encuentro consigo mismo y
con los otros, sus semejantes, se hará expreso en la filosofía que surge al
término de esa segunda gran guerra.
Páginas atrás hemos mostrado que esa nueva filosofía,
el perspectivismo y la circunstancia orteguiana, el historicismo de Dilthey,
Mannheim, Scheler y el existencialismo alemán y francés, será el pensamiento
que en la América Latina se va a preocupar, una vez más, por la búsqueda del
ser o identidad del hombre y la cultura; identidad a partir de la cual exigirá
su participación, no subordinada, en una tarea que debe ser propia de todos los
hombres y al servicio de su propia humanidad. Entre los meses de febrero y
marzo de 1951, un amplio grupo de intelectuales mexicanos realizamos un asedio,
casi total del ser de este hombre, en una serie de conferencias sobre la
cultura y el ser del hombre que la origina en México. De ellas hablaba el
propio Samuel Ramos cuando dice: “Me atrevo a suponer que la fecha de los
cursos de invierno que acaban de celebrarse en la Facultad de Filosofía será un
acontecimiento en la historia de nuestra cultura, que señala la rectificación
de una equivocada actitud mental del mexicano, la de tender a fugarse de la
propia realidad sin antes conocerla y valorarla. El hecho de que la multitud de
hombres de estudio, especialmente los jóvenes, apliquen su pensamiento a aquel
objeto, significa que hay una nueva valoración de éste, el reconocimiento de su
importancia como base para vivir nuestra existencia de acuerdo con su
originalidad”. Ramos, también, aprovecha la ocasión para prevenir a quienes
realizamos esta tarea, de los peligros de caer en nuevas formas de dependencia,
con el pensamiento o filosofía de que se está partiendo en dicha tarea. Pues
una cosa será hacer de esta filosofía un instrumento para alcanzar la meta de
autoidentificación propuesta y, otra, hacer de esa filosofía lo que han sido en
el pasado otras filosofías importantes, el modelo conforme al cual califiquemos
nuestra propia existencia. Dice Ramos: “En efecto, una cosa es utilizar una
filosofía para explicar al mexicano y otra es utilizar al mexicano para
explicar una filosofía. En el primer caso podemos hasta cierto punto confiar
que el instrumento filosófico nos ayuda a descubrir lo que hay realmente en el
mexicano de carne y hueso. En el segundo, caemos en la ilusión de encontrar en
el mexicano lo que estaba de antemano en la filosofía” (Ramos 1951).
El núcleo de esta preocupación, de esta búsqueda de
identidad, lo será el grupo filosófico Hiperión, formado, centralmente en 1949,
por Emilio Uranga, Luis Villoro, Jorge Portilla, Ricardo Guerra, Joaquín
Sánchez MacGregor, Fausto Vega y Salvador Reyes Nevares, al lado de algunos de
sus maestros, profesores y amigos entre los que me encontraba (cf. Zea
1952; 1953) junto con Samuel Ramos y José Gaos (cf. Gaos 1952;
1953). En el enfoque que sobre el mexicano y su cultura, realizado ya en otro
horizonte, distinto del que fuera propio del adelantado en esta preocupación,
Ramos, ofrecerá nuevos perfiles y rasgos. Se discutirá, entre otras cosas, el
problema del supuesto complejo de inferioridad del mexicano, proponiendo
Uranga, el de insuficiencia. Pero se reconoce, igualmente, que este complejo o
supuesta insuficiencia va dejando lugar a una conciencia, si no de superioridad
o suficiencia, sí de seguridad, la de ser hombre entre hombres. Hombres con los
impedimentos propios de todos los hombres; pero también con las posibilidades
propias de todos los hombres en la medida en que se van salvando tales
impedimentos. A la pregunta ¿Qué es el mexicano? con que se inicia esta
búsqueda, se contesta con una aparente perogrullada: El mexicano es, pura y
simplemente, un hombre, como todos los hombres. En ese intento, señalará Gaos,
se juega el mexicano, no su peculiaridad como tal, sino ser con otros, su ser
parte de una tarea que es propia de todos los hombres. En España, con Ortega,
dice, se buscó salvar al hombre y la circunstancia que le era propia; los
mexicanos intentan lo mismo, salvarse con sus circunstancias (Gaos 1950). El
hombre, cuya identidad se busca, el hombre que es cada uno de nosotros, al que
hay que salvar culturalmente, no en una abstracción, sino algo concreto, y hay
que salvarlo en concreto: el hombre de carne y hueso, el hombre sin más.
Así lo entenderán otros pensadores mexicanos que en
forma circunstancial o permanente han continuado y continúan esta incesante
búsqueda de identidad. Una tarea vista, no como un narcisismo o solipsismo,
sino como punto de partida para el logro de una amplia solidaridad de hombres
entre hombres, que no sea más de dominación y dependencia. “Pero, ¿es que no
será posible una acción común a partir de la aceptación de la realidad y la
toma de conciencia del pasado? —se pregunta Fernando Salmerón (1925)— [...] la comunidad
y el mundo que dan sentido a la acción no se pueden conseguir traídos de otros
rumbos, ni cabe esperar que nazcan de la tierra, ni hay otro modo de tenerlos
que si nosotros mismos sabemos crearlos; y esta creación sólo es posible de una
manera, por la expresión, por la palabra. El problema del hombre de México es
problema de conocimiento y expresión. Sólo un afán de expresar, con voz clara y
sonora, lo que en nosotros yace inexpresado, de decir con verdad, empeñando
nuestro ser en la palabra dicha, pondrá a luz todas nuestras potencias y todas
nuestras virtudes. Únicamente el uso constante y sincero de este instrumento de
entrega, de identificación y de amor que es la palabra, lograría la comunión
verdadera que es condición indispensable de la acción auténtica y fecunda y
romperá el silencio y destruirá las lejanías” (Salmerón 1951). Las lejanías,
las que nos separaban de los otros hombres, del hombre por excelencia. La
búsqueda sobre lo peculiar, dirá otro mexicano, Abelardo Villegas (1934), es el
punto de partida para entrar en comunidad con otros hombres igualmente
peculiares. “Volver hacia lo individual, hacia lo más peculiar que tenemos no
es recaer en un narcisismo, en un solipsismo o un nacionalismo cerrado, todo lo
contrario, es aportar a la experiencia humana. Sólo el que se apega a lo común,
el que no se hace individual, el que no inventa, rebaja su propia humanidad.
Desde el punto de vista de la filosofía antropológica es menos humano que
otros, desde el punto de vista moral es más egoísta que otros. Sólo así se
justifica la filosofía de lo mexicano, sólo así es posible” (Villegas 1960).
Notas
Referencia
Leopoldo Zea. El pensamiento
latinoamericano. Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con la
colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez López,
Diciembre 2003.
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