martes, 21 de agosto de 2012

Leopoldo Zea, El pensamiento latinoamericano, 3a parte

LATINOAMÉRICA EN BUSCA DE SU IDENTIDAD

EL INDÍGENA: EXPRESIÓN DE LA REALIDAD AMERICANA
Contemporáneos de todos los hombres. El pensamiento en Latinoamérica, a través de una larga y penosa marcha se ha encontrado con el hombre. Pero no con el hombre como una abstracción, con aquella abstracción romántico-liberal que en nombre de generalidades puede sacrificar al hombre, a los hombres concretos, sino el hombre con sus peculiaridades y diferencias, incluyendo dentro de estas peculiaridades, la cultura y la piel que hacen de él una persona concreta y no una abstracción. Contemporáneos de todos los hombres, en una historia que, queramos o no, nos es común. Una historia en planos verticales en los que unos hombres se encuentran dominando y otros dominados. Contemporaneidad que hará a los latinoamericanos conscientes de una situación que es planetaria. Tan planetaria como lo es el conjunto de hombres que han hecho, hacen y harán la historia.
Una contemporaneidad que se hace expresa dentro de la misma sociedad latinoamericana. Una sociedad que parece estar formada en capas sobrepuestas sin posibilidad alguna de asimilación. Superposición creada y estimulada por el mismo mundo occidental en su expansión, conquista y dominación de otros pueblos y sus hombres. Superposición, inasimilación cultural e histórica que se refleja en Latinoamérica en una, al parecer, permanente inmadurez. “Todavía no resolvemos el problema que nos legó España con la conquista —dice Antonio Caso—, aún no resolvemos tampoco la cuestión de la democracia, y ya está sobre el tapete de la discusión histórica el socialismo en su forma más aguda y apremiante [...] Así será siempre nuestra vida nacional, nuestra actividad propia y genuina. Consistirá en una serie de tesis diversas, imperfectamente realizadas en parte y, a pesar de ello, urgentes todas para la conciencia colectiva; todas enérgicas y dinámicas. Porque estas diversas teorías sociales no nacen de las entrañas de la patria; sino que proceden de la evolución de la conciencia europea y han irradiado así hasta nosotros” (Caso 1943). Fue a partir de esta extraña ideología, ajena a la realidad que es propia de la América Latina, que Sarmiento y la generación que en esta América se empeñó en la llamada emancipación mental de sus hombres, se propusieron echar por la borda el pasado —y, con él, expresiones que formaban la realidad latinoamericana como el indio, el español, el mestizo y las diversas formas de hombre originadas por la mezcla realizada por la conquista—, considerándolas expresión de la barbarie. La barbarie que había de ser anulada por una civilización ajena a esta nuestra realidad, pero que por serlo debería ser su anulación. La base, o punto de partida, para un utópico paso de la dominación a la libertad de que gozaban las naciones que serían, al mismo tiempo, nuestro modelo y grillete.[1]
Sarmiento y su generación intentaron, aunque en vano, cambiar la realidad latinoamericana usando la levita, la chistera, el ferrocarril, la lectura del último libro europeo; la constitución estadounidense, y la imposición de las más altas instituciones de la democracia y liberalismo occidentales. Fue también inútil la adopción del positivismo, como filosofía educativa, que hiciese de los latinoamericanos los sajones del sur; y de sus pueblos los Estados Unidos de este mismo sur. Todo esto fue inútil; la realidad, por mucho que sobre ella se quisiera levantar para ocultarla, estaba allí. Allí estaba y está el indio y el mestizo. Allí está también el hombre, el hombre concreto con el que, quiérase o no, habría que realizar a esta América. Pero la generación pensante que nace con el siglo xx, tendrá ya clara conciencia de los errores de sus mayores y de la importancia de no repetirlos. No se podía ya sostener una filosofía que condenaba, precisamente, lo que era la realidad propia de esta América. Una América con su propia constitución social, producto de largos siglos de colonización, así como de la lucha por arrancársela, apoyándose en ideas que si bien eran ajenas a la realidad que trataba de cambiar, estimulaban su cambio.
El cubano José Martí (1853-1895) será uno de los primeros en condenar con violencia el inútil afán de la generación romántica del siglo xix por intentar borrar la realidad latinoamericana pretendiendo levantar sobre la nada, lo que era simple proyección de una cultura cuyos hombres realizaban una nueva y más férrea conquista, hombres que venían imponiendo nuevas dominaciones. “A los sietemesinos —dice— sólo les falta el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Si son parisienses o madrileños vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos nacidos en América que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que les crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! ¡Estos hijos de América que han de salvarse con sus indios…!”. Porque no es queriendo ser como otros que vamos a cancelar nuestra situación de dependencia. Ya que esos otros, a los que tomamos de modelos, nos impondrán nuevas formas de dependencia. No es imitando una civilización que acabamos con nuestra supuesta barbarie.
Martí describe, coloridamente, el espectáculo de una América Latina empeñada en dejar de ser lo que era para ser algo distinto. “Éramos una visión —dice—, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”. Pero pese a todo ese extraño ropaje, allí estaba el indio mudo y el negro con su esclavitud a cuestas. El campesino creador y recreador de la tierra, “ciego de indignación contra la ciudad desdeñosa”. De lo que se trataba no era de borrar, como si esto se pudiera, al indio, al negro, al campesino, sino de hacerlo parte de la nueva realidad que se quería levantar, de la auténtica nueva civilización afincada en los hombres que podrían hacerla posible. “El genio hubiera estado —agrega Martí— en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente, en ajustar la libertad al cuerpo, de los que se alzaron y vencieron por ella”. Nuestra realidad, nuestra historia, ese pasado que en vano tratamos de ocultar, posee una extraordinaria grandeza. Grandeza sobre la cual pueden elevarse grandes naciones. “¿En qué patria —pregunta Martí— puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles?”.
El fracaso sufrido por quienes en el siglo xix trataron de levantar una nueva América, no estaba ni está en la realidad que se pretendió salvar, sino en la forma como se intentó. “La incapacidad —sigue Martí— no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia”. No es con un decreto copiado de Hamilton que se pone en marcha al hombre de los llanos, no con una frase de Siéyes que “se desestanca la sangre cuajada de la raza india”. No se gobierna en inglés o francés. “El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”. Lo anterior fue el fracaso de un pensamiento empeñado en negar su propia realidad viéndola con signo negativo. Allí estaba, quiérase o no, el pasado colonial, un pasado que era menester destruir por la vía de su asimilación. Y allí estaba también el hombre sobre el cual se hizo descansar la explotación de los cuatro siglos de la Colonia; el mismo hombre al que la República en sus diversas expresiones después de la Independencia, siguió considerando como objeto explotable: el indio. El indio, sin el cual esta América no ha de poder salvarse. El indio como una expresión del hombre que no puede ser ignorada. Porque fue esta pretensión de imposible olvido, la que originó una sociedad dividida, fofa, sin consistencia: la sociedad al servicio de fines extraños a la misma.
La tarea por realizar en el futuro inmediato, implicará lo contrario de lo que hasta ahora se había hecho. Habría que dar consistencia a los pueblos de esta América, fortalecerlos. Pero fortalecerlos con sus propios ingredientes. De otra forma, como ya temían nuestros positivistas, naciones fuertes como nuestro vecino al norte, no resistirán la tentación de ocupar ámbitos allende sus fronteras naturales, “vacíos de poder” que no tenían por qué seguir siéndolo. “El deber urgente de nuestra América —dice Martí— es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante”. Esto es urgente y necesario, porque “el desdén del vecino que no la conoce es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos” (Martí 1891). Tal escribe Martí en 1891; en 1898 la codiciosa visita iniciaría su marcha. La Norteamérica de los MacKinley y de los Teodoro Roosevelt iniciaría su expansión, empezando por la propia patria de Martí.
El apóstol cubano no pretenderá, como algunos de los positivistas, entre ellos el mexicano Justo Sierra, hacer de los hombres de estas tierras los “yanquis del sur” para detener al gigante del norte. La fortaleza —por el contrario— la ha de encontrar el americano de esta parte del continente en su realidad y, como expresión de ella, en su pasado. En ese pasado conflictivo, sangriento, anárquico; pero un pasado que no carece de grandeza. La grandeza de los hombres que han hecho posible esta América siempre sedienta de libertad, buscándola en los más apartados lugares de la tierra; desgarrándose para imponerse formas de libertad que han funcionado en otros pueblos, pero que parecieran serle negadas. La América, con sus sufridos indios, con hombres que han resistido una larguísima etapa de dominación que no ha logrado abatirlos. Los indios sin los cuales esta América nuestra seguirá aferrada a las cadenas de su esclavitud. Porque es esta realidad, transformada en una gran unidad, como expresión de la voluntad de un solo hombre la única forma de defensa que podrá permitir salvarlo de nuevos encadenamientos, de nuevas formas de dominación. Una dominación que Martí, como Rodó y otros miembros de esta generación, habían ya previsto, y contra la cual alertará a los hombres de esta América.

EL INDÍGENA: MATERIAL DE EXPLOTACIÓN
Esta América que ha de salvarse con sus indios. Sobre esta América y sus indios hablaba, también, el peruano Manuel González Prada.[2] Sobre una América dividida, en la que sigue descansando un dominio que en nada se diferencia del impuesto en cuatro largos siglos de coloniaje. En una América que sigue manteniendo el coloniaje, pese a haber roto con la metrópoli que lo imponía en el pasado. Nuevas metrópolis esclavistas siguen dominando al hombre con el cual esta América habrá de contar si ha de realizar su futuro. Al coloniaje externo se suma el interno. A la explotación del sistema originado por el mundo llamado occidental se sigue manteniendo la de castas y grupos sociales, que hacen descansar su hegemonía en la ya vieja explotación del hombre que trabaja la tierra. Se une el viejo colonialismo con el neocolonialismo; y las oligarquías a los imperialismos de las nuevas potencias. Sobre el indígena, al que se sigue negando la calidad de hombre, sigue descansando el orden neocolonial de la América Latina. Estos hombres siguen siendo expresión de la barbarie; y de la civilización, sus opresores nacionales e internacionales. “Donde se lee barbarie humana —dice Manuel González Prada— tradúzcase hombre sin pellejo blanco” (González Prada 1908).
Se trata, pura y simplemente, de justificaciones que se dan a sí mismos unos hombres para explotar a otros. Ni el indio, ni el negro dejan de ser hombres porque tengan un color de piel distinto de la piel de su explotador. Dejan de serlo porque con el pretexto de la piel, como podría serlo cualquier otro, se cosifica a estos hombres y se les instrumenta. El hombre no puede ser instrumento de otro hombre, pero sí lo es el indígena o el negro, sí se hace del color de su piel el índice de su infrahumanidad. Una infrahumanidad que no podrá jamás ascender a la humanidad, como no podrá dejar de ser indio o negro. Por ello, José Carlos Mariátegui (1895-1930), siguiendo a su maestro González Prada, declara: “La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”. Es el resultado de la conquista mediante la cual el conquistador se apropió de la tierra y del hombre que la trabajaba, convirtiéndolos en instrumento de su propio bienestar. “La suposición de que el problema indígena es un problema étnico —sigue Mariátegui—, se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y conquista”. Por ello tampoco es de aceptar la ingenua tesis de quienes pretendían, en el pasado inmediato, transformar a la supuestamente América bárbara en una América civilizada mediante una inmigración blanca masiva, y la salvación del indígena mestizándolo con el blanco. “Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes blancos —dice el pensador peruano—, es una ingenuidad antisociológica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos”. La supuesta degeneración del indígena es sólo una invención de sus explotadores.
El problema indígena no es, tampoco, ni un problema moral, ni educativo. El explotador siempre encontrará razones morales para mantener su explotación y la educación será inútil si no se ofrecen al indígena las oportunidades de realizar lo que ha aprendido. Es un problema económico, de una economía que descansa en la enajenación del trabajo de una masa de hombres. Se apoya en el orden creado por la conquista, que la misma República, lejos de cancelar, agravó y acrecentó. Cambiar este orden, cambiar sus estructuras, será hacer de esta dividida América Latina una sola América y de sus diversos hombres, el hombre sin más. “La solución del problema del indio —dice José Carlos Mariátegui— tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser los propios indios”. El indígena ha de incorporarse, por su propio esfuerzo, tomando conciencia de su innegable humanidad, a una tarea que ha de ser común a todos los hombres de esta América. No más la dependencia frente a quien supuestamente otorga o concede libertades. Éstas han de ser alcanzadas por cada hombre en concreto, debe ser objeto de su no menos concreta responsabilidad. “Un pueblo de cuatro millones de hombres —dice Mariátegui refiriéndose a los indígenas peruanos— consciente de su número, no desespera nunca de su porvenir. Los mismos cuatro millones de hombres, mientras no son sino una masa orgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su rumbo histórico”. Y por lo que se refiere a quienes tratan de ayudar en la solución del problema, éste no sería resuelto con nuevos lirismos. “Colocando en primer plano el problema económico-social asumimos la actitud menos lírica y menos literaria posible. No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor, al cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. La redención, la salvación del indio, he aquí el programa y la meta de la renovación peruana” (Mariátegui 1928). En esta línea se orientará la política, entre otras, del apra(Alianza Popular Revolucionaria Americana) con preocupaciones indoamericanas, alentada e ideologizada por Víctor Raúl Haya de la Torre, seguida por Acción Popular creada por Fernando Belaúnde y continuada por la revolución nacional peruana que propiciarán los militares a partir de 1968.
La Revolución Mexicana, iniciada en 1910, se planteará, igualmente, el problema de la reivindicación de los derechos del indígena y su incorporación a la sociedad mexicana. Una revolución que actuará como un gran crisol en el que el concepto racial va dejando su lugar a conceptos sociales. El Instituto Nacional Indigenista, creado por la revolución para poner fin a discriminaciones sociales que se hacían descansar en supuestas diferencias raciales, se plantea el problema indígena como el problema de hombres que han sido objeto, una y otra vez, de explotaciones por parte de grupos que enarbolan como justificación conceptos etnológicos. Gonzalo Aguirre Beltrán (1908), uno de los dirigentes de esta institución, expresa con toda claridad lo que se quiere decir con indio, cuando se habla de él. “La calificación de indio —dice— determina una condición social. Llamamos indio a todos los descendientes de la población originalmente americana que sufrió el proceso de la conquista y quedó bajo una dependencia colonial que, en las regiones de refugio se ha prolongado hasta nuestros días. El término indio impuesto por el colonialismo español —agrega—, nunca determinó una calidad étnica sino una condición social; la del vendido, la del sujeto a servidumbre por un sistema que lo calificó permanentemente de rústico y de menor edad”. Precisamente, lo que se ha propuesto la revolución, ha sido “acabar con la condición de indio que lo mantiene en situación de dependencia y subordinación” (Aguirre Beltrán 1971).
De esta forma el pensamiento latinoamericano contemporáneo renuncia, definitivamente, al uso de definiciones etnológicas en las que se establecieron nuevas formas de dominio sobre una gran masa de hombres de esta América, o bien se pretendió justificar su exterminación en donde su presencia tenía menos volumen. No hay indios, sólo hombres marginados y explotados por otros hombres. Trabajadores, pura y simplemente. La pugna en esta América, la lucha ya ancestral que se escenifica en ella, no es ya entre indios y blancos, sino entre explotados y explotadores, entre campesinos y oligarquías e intereses extraños que se aprovechan de su trabajo. Por ello, no se habla ya de reivindicar al indio, sino de reivindicar los derechos del pueblo. Y pueblo son estos hombres una y otra vez marginados y explotados. De lo que se trata ahora es que estos hombres, con la plenitud de sus derechos, se incorporen al progreso y prosperidad de la nación. Juan Velasco Alvarado, líder de la revolución nacionalista peruana, expresa esta actitud diciendo: Tratamos de hacer realidad “el grito libertario del agrarismo latinoamericano: la tierra para quien la trabaja”. De lo que se trata es de hacer justicia “al honrado campesino del Perú, que siempre ha vivido explotado [...] Nunca antes —sigue diciendo— hubo auténtica unidad nacional porque no puede haber armonía entre explotados y explotadores” (Velasco Alvarado 1970). No es, tampoco, una lucha regional, sino una lucha que se realiza en diversas regiones del mundo. La lucha, pura y simplemente, del hombre para poner fin a dominaciones que le vienen imponiendo otros hombres con diversos pretextos, con diversas justificaciones. Es la misma lucha, dice Velasco Alvarado, que se libra en toda la América Latina, el Asia y el África. No una lucha entre hombres de color y hombres blancos, sino entre explotados y explotadores, en diversas regiones del mundo. Una lucha que debe terminar para que todos los hombres se sumen en un solo esfuerzo por el logro de la libertad y la felicidad del hombre en todos los rincones de la tierra, en sus muy diversas y no menos concretas expresiones.

EL INDÍGENA: COMPLEMENTO ONTOLÓGICO DEL AMERICANO
Buscando en su realidad el pensamiento latinoamericano se encuentra con el hombre. Con el hombre en una de sus expresiones concretas: el indio. El indio, que parecía ser extraño a la mirada del criollo y el mestizo quienes, de esta forma, mantenían explotaciones y justificaban sus intereses. Ha sido a través de este mirar que el indio ha sido objeto de explotación o exterminio. Se le ha considerado un instrumento o un estorbo. Pero ahora, en ese buscar sobre sí mismo, el pensamiento de esta América encuentra al indio como quien encuentra la mitad de su ser. Como la otra parte de su propio ser. Nada más y nada menos que la parte sobre la que descansa y ha descansado la posibilidad de la sociedad que los latinoamericanos han heredado en gran parte. El indígena es el pasado que, inútilmente, trató de borrar o ignorar la generación de nuestros emancipadores mentales. El pasado cuya permanencia se hizo posible al ser mantenidas las estructuras sociales en que descansaba: la explotación del hombre por el hombre, la explotación que inició el colonizador sobre el colonizado y continuó el democrático y liberal hombre de la civilización de los siglos xix y xx.
El indio es el otro y, como tal, está allí, como una ineludible prolongación de nuestro ser. De un ser que el pensamiento latinoamericano de las últimas décadas tratará de captar y definir. Dentro de este ser, naturalmente, está el otro, mudo, impasible en sus expresiones verbales, pero compacto en su presencia como acción sobre una tierra que no le pertenecía y que ha significado la realización y posibilidad de la América que descansa en esa acción. El mexicano Luis Villoro (1922) dice: “El indigenismo actual, nace [...] del intento del mexicano por captarse a sí mismo. Al volver la mirada reflexiva sobre nuestro espíritu y sobre nuestra comunidad, los encontramos desgarrados; el indigenismo obedece al proyecto de suprimir ese desgarramiento por la unión de los elementos espirituales y sociales que nos integran”. Claro que ese otro no se nos da como quien es, como el otro, precisamente, aunque ahora sí anhelamos descubrir su ser, porque en este su ser va una gran porción del nuestro. Esa expresión ha de sernos dada por el propio indígena. Pero éste parece insistir en ser mudo, y si algo nos ofrece esto, queda el horizonte de nuestras propias expresiones, dentro del punto de vista de nuestros propios proyectos. Proyectos que quisiéramos compartir. “Pero la reflexión resulta incapaz de realizar ese proyecto —dice Villoro— porque topa con una dimensión en la realidad que no puede iluminar y que no depende de su propio proyecto sino de la trascendencia del indígena”.
¿Cómo salvar los obstáculos que impiden al latinoamericano asimilar esta parte de su ser? ¿Cómo salvar el supuesto abismo que separa al latinoamericano del indígena? ¿Proyectos distintos? ¿Extrañeza del indígena frente a un mundo que no considera suyo? Esta extrañeza le viene, podríamos agregar, de los proyectos del hombre de esta América, que parecen no ser los del indígena. De hecho no son, porque en estos proyectos el indígena ha seguido jugando el papel de instrumento. El indígena, instrumento del conquistador, del colonizador, del criollo, del mestizo y del supuestamente emancipado latinoamericano, sigue siendo instrumento de una prosperidad y bienestar que no son suyos. Sigue siendo aún un menor de edad al que hay que conducir, de esta manera explotar. José Martí, Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y otros muchos en Latinoamérica han denunciado la permanencia de una explotación que se inicia con la conquista y se prolonga a través de la supuestamente liberada América Latina de nuestros días. Lejos de ser inferior la explotación de la República a la que realizaba la Colonia, es aún más dura y despiadada, porque no ve ya en el indígena a otro hombre, por menor de edad que sea, sino a un ente biológico, naturalmente inferior. Algo por explotar, como se explota la fauna y la flora. ¿Cuál ha de ser, entonces, la vía de recuperación de esa ineludible parte del ser de esta América? La pasión, el amor, dice Villoro. El indígena es el otro, con una dimensión ontológica que parece serle propia, ajena, hermética. Pero es el haber captado esta extraña dimensión lo que abre ya la posibilidad de su incorporación al propio ser latinoamericano. “Al vislumbrar esa dimensión ontológica —agrega Villoro—, surge la fascinación; sentimiento en el que captamos la doble dimensión del mundo indígena y por el que nos abrimos a su enigma”.
Pero esta fascinación, esta atracción por captar a ese otro que también sabemos nuestro, no será suficiente. “En ella no nos entrega aún el indio su ser propio, sólo nos lo señala como lo oculto, sólo lo significa. Su principal valor consiste en que nos abre el camino para transitar a otro temple de ánimo más profundo en el que se rompería, por fin, el proceso a que sujetábamos al indio; actitud en la que respetaríamos la mentalidad y la trascendencia propias del indio sin por ello cejar en el intento de hacerlo nuestro. Tal temple de ánimo es la pasión; pasión como acción y transida de amor o como amor explayándose en acción”. Pasión y amor, como acción. ¿Qué acción? La que nos sea común. Una acción que no haga ya del indígena un simple instrumento, sino acción para el logro de una meta común. Meta común como lo es la liberación plena de esta América, el término de una situación de dependencia de la que se deriva también la incomprensión del indígena. La meta ha de ser la descolonización, la liberación. Así lo entiende Luis Villoro cuando dice: “Fascinado por la realidad indígena, el indigenista se ve lanzado por estas dos vías, amor, acción, para lograr la recuperación de lo indígena en la dimensión propia que la fascinación ha revelado. Por la acción recuperará al indígena que escindía su comunidad, uniéndose con él en la misma lucha libertaria” (Villoro 1952). Luis Villoro, ya en otro lugar llegaba a las conclusiones a que habían llegado o estaban llegando los empeñados en una revolución que cambiase la situación de dependencia de nuestra América: lucha contra los explotadores por los explotados, cualquiera que fuesen las justificaciones que los primeros quisieran dar a su explotación. La vieja lucha de que habla Hegel, entre el amo y el esclavo, la lucha del proletariado, de la que habla Marx, contra sus explotadores. En América, como en otras regiones del llamado Tercer Mundo, es la vieja lucha entre el colonizador y el colonizado, lucha a nivel horizontal entre el proletariado de los pueblos colonizados, y los centros de poder, las metrópolis colonizadoras y explotadoras (Villoro 1950).
En la otra región de esta nuestra América, en la que la densidad de la población indígena ha dado a éste el papel de proletario, de explotado, ya que es el hombre que no posee otro bien que su trabajo, en el Perú, el filósofo Francisco Miró Quesada (1918), empeñado como el mexicano en una acción que recupere al indígena para la nación dice: “Uno de los grandes acontecimientos de la cultura occidental contemporánea ha sido el descubrimiento de que la palabra hombre no significa nada si no se relaciona con una situación determinada”. Porque en esta América de origen latino se ha hablado del hombre y de la humanidad con profusión. Pero fuera de este Hombre y Humanidad, con mayúsculas, en abstracto, ha quedado el hombre y la concreta humanidad de los hombres de esta América, como la de los indígenas. El indígena, pese a una larga tradición de supuesto humanismo latinoamericano, ha quedado siempre fuera, extraño, ajeno a tales declamaciones. El indígena, como hombre concreto, ha sido, una y otra vez marginado, colocado en la fauna y flora que han de ser explotadas para lograr la incorporación de Latinoamérica al progreso. “Una de las limitaciones más graves del pensamiento helénico —sigue Miró Quesada—, limitación que fue heredada por el pensamiento occidental, fue el concebir al hombre como un ser análogo a los objetos naturales y artificiales que encontramos en torno nuestro. Así como las cosas tienen una esencia y puede hablarse de ellas en general, así se creyó que tenía sentido hablar generalidades sobre el ser humano”. El hombre se convirtió en teoría, en abstracción, al servicio de las interpretaciones de otros hombres que dosificaron la misma en relación con sus intereses. Hombres que hicieron de esa abstracción la justificación de su empeñada dominación.
En Latinoamérica el humanismo abstracto —en sus múltiples expresiones, y como ideología de grupos sociales empeñados en ocupar el lugar que el dominio ibero dejaba en América—, sentó sus tiendas. De la ideología supuestamente humanista del enciclopedismo ilustrado, se pasó al liberalismo con sus múltiples instituciones formales hasta anquilosarse en el positivismo haciendo de la libertad concreta del hombre el instrumento, ordenado, de un progreso visto como infinito. Este humanismo abstracto marginó, una vez más, al hombre concreto de esta América. Al hombre sobre cuyo trabajo se iba a seguir manteniendo la posibilidad de ese anhelado progreso llevado al infinito. Este hombre siguió siendo el indígena que quedó fuera de las concepciones del humanismo del que se venía hablando. Y fuera, precisamente, por la concreción de sus expresiones, esto es, por no semejarse a otro hombre que no era él, por no semejarse al hombre empeñado en instrumentarlo con diversos pretextos, entre ellos el de su supuesta infrahumanidad. “Al hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad —dice Miró Quesada—, los revolucionarios creen con toda su alma que hablan de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad de todos los criollos, mestizos, indios y negros. Pero en realidad las palabras sólo tienen sentido para los que impulsan el movimiento”. Las grandes masas indígenas quedan al margen. “Se realiza así una revolución abstracta, se crea un país abstracto, un gobierno abstracto, una ley abstracta, todo en función con un hombre abstracto”. Esto es, se produce el vacío que caracterizará a la cultura latinoamericana y al hombre que la ha originado. La abstracción, la nada, frente a la realidad una y otra vez marginada en función con una abstracción, que al fin de cuentas, será expresión de otra realidad ya no abstracta, sino concreta, pero ajena a esta América y al hombre concreto que en ella vive.
Dos Américas, dos Perú, dos hombres irreconciliables. Una América abstracta, un Perú abstracto, un hombre abstracto, eludiendo a la América, al Perú y al hombre concreto de los mismos. Desgarramiento interno, llama Miró Quesada a esta evasión de la realidad. Pero una realidad que, pese a todo, no ha podido ni puede ser evadida. Una realidad que al ser marginada e ignorada, marginada e ignorada para su fácil manipulación, va dando origen a fuerzas que se acrecentan con la presión. Fuerzas que se saben ajenas a las abstracciones justificadoras de esa presión y, por ajenas, dispuestas a destruirlas sin miramiento alguno. Una América y un Perú concretos, dispuestos a eliminar resistencias que los oprimen al servicio de intereses que les son extraños. “La situación que produce esta abstracción —dice Miró Quesada—, este desgarramiento inicial, la conocemos de sobra. Mediante un dinamismo social e histórico inflexible, se va creando una presión estructural cuyo avance amenaza terminar con todo. Porque se habló del hombre, pero el hombre fue considerado como una idea, surge ahora como una realidad amenazante. Porque se creyó que bastaba hablar de amor por los hombres para amarlos, nos encontramos hoy con hombres de carne y hueso que no nos aman. Nos encontramos con el hombre de la comunidad y de la puna, con el hombre de la barriada y del tugurio, con hombres que exigen y amenazan, aquí, allá, a nuestro lado, frente a nosotros”.
El indio, el otro de esta realidad latinoamericana, está allí. Ese otro del que hablaba también Luis Villoro, extraño, ajeno a los proyectos de esta América. Ajeno, decíamos, porque previamente ha sido excluido de los mismos o incluido como simple instrumento para la realización de los mismos. Talante supuestamente ajeno. Talante que es la respuesta, nos dirá Miró Quesada, a nuestro propio talante. Talante de dominación, el nuestro, puesto en crisis por el talante del hombre que se sabe explotado y que no está dispuesto a seguir siéndolo. En este sentido dos puntos de vista, dos proyectos que no se complementan sino que se enfrentan. Unir lo separado, incorporar al indio a nuestro ser; formar parte del proyecto del indígena, en otro plano que no sea el de su negación, implicará renunciar al papel de subexplotadores, de luchar contra la dominación renunciando a la propia. “Nuestro país —sigue Miró Quesada— en realidad no era uno solo, sino dos países. Nuestra realidad era un desgarramiento y su solución era una sola: la reconciliación. Mientras el Perú no fuese capaz de unificarse, mientras no fuese capaz de sobrepasar la ruptura entre el minúsculo grupo de privilegiados y la mayoría explotada, mientras no fuese capaz de reconocer al hombre en el indio, sería incapaz de ser a sí mismo y de contener la presión estructural que comenzaba ya a sofocarlo. Era por eso necesario encontrar una solución concreta, una solución capaz de hacer posible esa reconciliación, de lograr el reconocimiento”.
La vía propuesta por Francisco Miró Quesada, es la misma que propone Luis Villoro, es la propuesta por los González Prada, los Mariátegui y los partidos que en el Perú hablaron y hablan de revolución social; son los proyectos de la Revolución Mexicana y las instituciones creadas para su logro, para la acción. Una acción común a todos los hombres de esta América. Una acción liberadora en toda su plenitud. No más un nuevo pretexto de explotación a nombre de esa liberación. Por ello Miró Quesada afirma: “Si el problema era el desgarramiento inicial, si la solución era la reconciliación, la única salida posible tenía que ser una praxis política encaminada hacia una afirmación de la condición humana. Pero esta praxis no podía consistir en una nueva afirmación abstracta, en una declaración romántica de amor universal por todos los hombres. Tenía que ser una afirmación concreta, una afirmación que pudiera ser comprendida por todos los peruanos, que adquiriera su significación desde la situación misma de nuestra realidad humana” (Miró Quesada 1968). La realidad humana como expresión del hombre en sus diversas dimensiones. No como una negación más del hombre por esta o aquella concreción. El hombre es eso, concreción, multitud de diversidades específicas, pero no tan diverso que en alguna forma se pueda transformar en superhombre o subhombre. La afirmación del ser del indio en esta América, no tendrá que implicar la negación del hombre blanco. La afirmación de los valores de la cultura indígena no podrá tampoco implicar la negación de los valores de la cultura que, por la vía de la dominación, el hombre de esta América ha hecho suyos. Se trata, de una vez por todas, de integrar, no de separar. De construir, no de destruir. La incorporación del hombre que la dominación interna y externa había marginado, no puede, no debe implicar una nueva forma de dominación. Nada creado por el hombre puede ser extraño al hombre.

EL NEGRO, LA NEGRITUD Y EL RECONOCIMIENTO DEL HOMBRE
“Somos por primera vez en nuestra historia —dice Octavio Paz—, contemporáneos de todos los hombres”. Esta contemporaneidad se nos ha hecho expresa a través de la soledad, del ninguneo, esto es, de la marginación a que hemos sido sometidos por diversas formas de dominación. Dominación en diversas escalas; a la dominación impuesta, la dominación dentro de la dominación. Al coloniaje impuesto por Europa, el mundo occidental y sus herederos y el subcoloniaje de intereses locales, pero al servicio de los grandes intereses externos, como garantía de supervivencia. El subcolonizador local prendido a los intereses del colonizador externo, siguiendo abiertamente su suerte; una suerte que considera longeva. Dentro de la subcolonización, además del indio está el negro, el hombre de color. Sobre este hombre ha descansado, también, el desarrollo y grandeza del mundo occidental, así como la mezquina seguridad del capataz local. Es el hombre que ha sufrido la dominación del conquistador hispano, lusitano, inglés, francés y holandés. Dominación que sólo ha sido transferida de un dominador a otro con la complicidad de algunos hermanos de raza que, desde esta forma, esperaban trascender su condición esclava e, inclusive lo que parecía marca de la misma, el color de la piel. Hombre hermanado en la explotación con el indio, al que muchas veces sustituyó para que el explotador alcanzase mejores frutos. Pero un hombre al que diversas situaciones de las que han sido propias del indígena han hecho consciente del papel que tiene en la cultura, de la que ha sido instrumento de desarrollo y progreso sin disfrute alguno de su parte. El negro, a diferencia del indio, no presenta ya un talante hierático, extraño, mudo. El negro dice ya lo que quiere, dice ya lo que su conciencia le ha hecho expreso. En esta su toma de conciencia se ha encontrado, como diría Octavio Paz, con “las manos de otros solitarios”. De otros hombres como él, en primer lugar con otros hombres negros, hermanos de raza y de explotación, los negros de África. Del África originaria, de donde sus abuelos fueron desarraigados para ser explotados como animales; del África que también ha sido y es objeto de explotación por los mismos esclavizadores, manipuladores. El negro de la América se sabe ya descendiente y hermano del negro del África, solidario con él, pero también solidario, a través de esta misma toma de conciencia, con los hombres de otras regiones de la tierra, amarillos, morenos, aceitunados e, inclusive, blancos. Todos unidos bajo el mismo signo, el de la dominación, bajo un signo que hay que cambiar.
El poeta Aimé Cesaire (1913) y el filósofo Frantz Fanon (1925-1961), latinoamericanos por formar parte de América la Martinica colonizada por una nación latina, Francia, expresarán ejemplarmente el pensamiento de estos hombres. Ambos, también, ligarán su pensamiento y acción al pensamiento y acción de otros explotados, como los africanos. Aimé Cesaire acuña, con el poeta senegalés Leopoldo Sedar Senghor, el concepto de “negritud” tomado como instrumento reivindicativo del hombre negro y sus expresiones culturales. Frantz Fanon, por su lado, ligaría su suerte como combatiente, no ya a una nación negra, sino a un pueblo africano, al de Argelia, explotado y dominado por el imperialismo europeo. Ambos se enfrentan en lo cultural y lo político, al mismo dominador de sus pueblos en América, el colonialismo occidental, aquí el francés. Conscientes ambos de que la lucha en América, como en África, en Asia y Oceanía, es la misma lucha por reivindicar, por salvar al hombre. Al hombre concreto, con una determinada piel, cabello, ojos y cultura. Hombres concretos que se han de salvar con su concreción.
Sobre el indígena, veíamos, habla el hombre que no lo es, ante el hierático silencio de aquél. El no indígena es el que se empeña en penetrar en los proyectos del indio, en conocer sus designios y hacerse comprender por él. Es el no indio el que se lanza a la tarea de incorporar al indígena o de penetrar en él. Es el no indígena el que lo incita e invita a formar la unidad. Pero el indígena, una vez que asimila la cultura del no indígena, deja de serlo, por lo cual no se expresa ya como tal. Por Benito Juárez, el indio mexicano de Oaxaca transformado en Benemérito de las Américas, no hablará ya el indio, sino el mexicano y el americano. El indio incorporado a la cultura del dominador deja de ser indígena y se expresa como uno más de los latinoamericanos. El supuesto secreto de su raza se pierde al ser asimilado a la cultura nacional. No sucede lo mismo con el hombre negro cuyo pasado va como impreso en el color de su piel. Cesaire y Fanon hablarán de los esfuerzos que este hombre ha hecho, tanto naturales como culturales para borrar el color de esa piel. Negación aún más difícil de lograr de la que pretenderá el latinoamericano negando su pasado colonial. El pasado colonial y esclavista del negro va pegado a su piel. Con Cesaire en América y Senghor en África, se inicia una nueva forma de negación: la de la aceptación de este imborrable ser, mediante la idea de “negritud”. Será a partir de esta negritud que el negro proclame su humanidad y exija le sea reconocida por el blanco dominador (Cf.Sartre 1960 y Zea 1974). Lo negro no es sino una forma particular, personal, del hombre; como lo es también lo blanco, y como lo es cualquier otra expresión de lo humano. Siempre algo concreto, ya no más una abstracción a través de la cual se pretende dominar a quienes no caben en los perfiles de la misma.
Para el negro de América, África se presenta como el paraíso perdido, el paraíso de donde ha sido desterrado. Aimé Cesaire canta a ese pasado africano que no pertenece ya al negro de América. No somos, dice, ni amazonas del rey de Dahomey, ni príncipes de Ghana, ni doctores de Tombuctú, ni arquitectos de Djenne, ni madhis, ni guerreros. “El único indiscutible récord que hemos batido es el de soportar el látigo. Y este país gritó durante siglos que somos unos brutos; que las pulsaciones de la humanidad se detienen ante las puertas de la negrería”. Respecto al ser de este negro, “podía decirse que la miseria se había afanado mucho para terminarlo”. Ésta es lanegritud, lo que el otro ha impuesto al hombre negro. El otro es el blanco, pero un blanco que ya no quiere ser este hombre negro pese a la miseria que siente como propia. El blanco es ya el pasado, lo que ya no puede seguir siendo; por el contrario, el hombre de color es el futuro del hombre. Se han invertido los valores. “Escuchad al mundo blanco / —dice Cesaire— terriblemente cansado de su inmenso esfuerzo / sus rebeldes articulaciones crujen bajo las duras estrellas / [...] escucha sus victorias proditorias pregonar sus derrotas / escucha las grandiosas coartadas su mezquino tropezón / ¡Piedad para nuestros vencedores omniscientes y pueriles!”. Cahier d’un retour au pays natal es el canto del negro a su propia humanidad frente a la deshumanizada humanidad del blanco. El negro, al contrario del indígena, dice claramente lo que siente, expresa la miseria milenaria que le ha sido impuesta, al mismo tiempo que se niega a ser más como su dominador, no quiere para sí esa humanidad mezquina que es incapaz de reconocer a un semejante. ¿Qué es lo que quiere ser este hombre negro? Un rebelde, un hombre de determinación, de recogimiento y siembra. No quiere ser como el blanco, no quiere, tampoco, ser hombre de odio, sino de amor, de solidaridad. “Haced de mí el ejecutor de estas altas obras / ha llegado el tiempo de fajarse como un hombre valiente. / Pero haciéndolo, corazón mío, líbrame / de todo odio / no hagáis de mí ese hombre de odio para quien sólo tengo odio”. El poeta no quiere la destrucción de raza alguna, de hombre alguno; en todo caso buscar la propia, la propia como expresión de odio y rencor, para que así brote el hombre, el hombre universal, con independencia de la concreción de sus expresiones! “Sabéis que no es por odio contra las otras razas / que me obligo a ser cavador de esta única raza / que lo que yo quiero / para el hombre universal / para el ser universal” (Cesaire 1969).
Frantz Fanon en Peau noire, masques blancs, habla también de los inútiles esfuerzos del hombre negro por cambiar de piel por otra vía que no sea la asunción de su propia realidad. Habla de la idea de negritud acuñada por Cesaire, viéndola sólo como un principio, no como un fin. El negro al afirmar su color “soy un negro, soy un negro, soy un negro”, ¿lo hace a partir de un sentimiento de inferioridad?, pregunta Fanon. No, contesta, es un sentimiento de inexistencia. El pecado es negro, la virtud blanca. Es imposible que todos estos blancos juntos, revólver en mano, se equivoquen. “Soy culpable. No se de qué, pero sí sé que soy un miserable” (Fanon 1966). “Y aquí están —dice por su parte Aimé Cesaire— aquellos que no se consuelan de no ser hechos a semejanza de Dios sino del diablo, aquellos que consideran que se es negro como se es dependiente de segunda clase [...] aquellos que capitulan ante sí mismos, aquellos que viven en el fondo de la mazmorra de sí mismos” (Cesaire 1969). Todo esto puede ser cierto, y lo es como expresión de lo que este hombre ha sido en su encuentro con el blanco. Pero es algo que no puedo yo seguir siendo, dice Fanon, algo que tiene que ser asimilado tal y como lo muestra Hegel. El hombre negro no puede ya cargar con el fardo de la miseria que le fue impuesta, lleno de odio para sus esclavizadores. La esclavitud ha sido un momento de su ser, pero no puede seguir siendo. “¿Es que no tengo otra cosa que hacer en esta tierra —dice Fanon— que vengar a los negros del siglo xviii? Yo, hombre de color, no tengo derecho a buscar en qué es superior o inferior mi raza a otra cualquiera. No hay una misión negra; no hay un fardo blanco. Si el blanco me discute mi humanidad, yo le demostraré, haciendo pesar sobre su vida todo mi peso de hombre, que no soy ése [...] con que insiste en imaginarme”.
Fanon asimila su negritud y se expresa a sí mismo y su raza como una forma del hombre siendo pura y simplemente hombre. Hombre entre hombres, no cargando con odios, ya que el odio es una forma de sumisión, de dependencia hacia el odiado. El hombre, como hombre, está más allá de esa relación subordinante. “No quiero —dice Fanon— ser la víctima de la trampa de un mundo negro. Mi vida no se consagrará a hacer el balance de los valores negros. No soy prisionero de la historia. No tengo que buscar en ella el sentido de mi destino. No hay que intentar fijar al hombre, pues su destino es ser soltado. La densidad de la historia no determina ninguno de mis actos” (Fanon 1966).
Negado el pasado, por vía de su asimilación, queda el futuro. El eterno futuro del hombre en el que han de participar todos los hombres. No es verdad que con el blanco se haya acabado la historia, dice Aimé Cesaire. En realidad es ahora que principia. “Y la voz dice que Europa durante siglos nos ha acabado / de mentiras e hinchado de pestilencias, / porque no es verdad que la obra del hombre haya terminado / que no tengamos nada que hacer en el mundo / que seamos unos parásitos del mundo / que basta que nos pongamos al paso del mundo / pero la obra del hombre sólo ha empezado ahora / [...] y ninguna raza tiene el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza / y hay sitio para todos en la cita de la conquista” (Cesaire 1969). De este futuro, como anhelo, habla también Frantz Fanon. “Yo, hombre de color —dice— sólo quiero una cosa: Que jamás el instrumento domine al hombre. Que cese para siempre la esclavización del hombre por el hombre. Es decir, de mí por otro. Que se me permita descubrir y querer al hombre donde esté. El negro no es. No más que el blanco. Los dos tienen que apartarse de las voces inhumanas que fueron las de sus antepasados respectivos a fin de que nazca una auténtica comunidad. Los hombres pueden crear las condiciones de existencia ideales de un mundo humano mediante un esfuerzo de reasunción de sí y de desprendimiento voluntario, mediante una tensión permanente de libertad” (Fanon 1966). Fanon deja su parte de responsabilidad en esta tarea al blanco, mientras le pide al negro, a todos los demás hombres, hagan la suya. ¡Allá el blanco con sus complejos de culpa actuales! El no blanco debe apresurarse a construir el futuro del hombre, en el que debe incluirse al mismo blanco.

EL LATINOAMERICANO COMO EL HOMBRE SIN MÁS
La problemática del pensamiento latinoamericano, como se habrá visto a lo largo de este libro, la ha provocado, centralmente, la conciencia de la situación de dependencia. Una situación que el dominador ha venido justificando partiendo de lo que llamamos regateo de humanidad. Esto es, partiendo de un modelo de humanidad, el propio del dominador, con el que se califica la humanidad del dominado. De esta calificación se hará depender la dominación e inclusive, la destrucción del hombre que no se asemeja al modelo. De allí la preocupación, ya dentro de la colonización ibera, de los naturales o nacidos en esta América por hacer destacar su humanidad. Una vez alcanzada la independencia política de las metrópolis iberas y, más tarde de la Europa y el llamado mundo occidental, la preocupación del pensamiento latinoamericano se enfocará a demostrar, ante ese mundo, la humanidad de sus hombres, el humanismo de su cultura. La preocupación de los emancipadores mentales del siglo xix fue la de formar hombres que respondiesen a los modelos que presentaba el nuevo colonialismo. El fracaso de este intento y la conciencia de marginalización frente a una cultura que se expandía por todo el orbe, junto con los intereses de los hombres que la habían originado, plantearán nuevamente el problema en el siglo xx. Resultado de este nuevo planteamiento ha sido el pensamiento de un Rodó, un Martí, un Mariátegui y otros muchos latinoamericanos.
Una vez más la pregunta sobre el ser del hombre de esta América. Pregunta que origina el encuentro con esa expresión de lo humano, que es el indio y el negro. En México, la revolución de 1910 hace a sus pensadores y artistas volver sobre sí mismos tratando de definir o expresar su propio ser. Su ser hombres concretos y, por ende, no menos hombres que los que se presentaban a sí mismos como modelo de humanidad. En este sentido la más destacada expresión de esta preocupación será la obra de Samuel Ramos de la que ya hemos hablado páginas atrás, El perfil del hombre y la cultura en México. En esta obra su autor buscará delinear el perfil del hombre concreto de esta parte del mundo, de la humanidad, de la América Latina, de México. El ser del hombre de México, pero como parte o expresión del hombre. Expresión de lo humano en su forma más concreta, con sus posibilidades e impedimentos, como todos los hombres. Un hombre al que las circunstancias históricas en que se ha formado, las propias de la dependencia, han perfilado con signos negativos. Signos que respecto a otro hombre, el negro, hemos ya visto expuestos en un Cesaire y un Fanon. Pero el hombre es algo más de lo que ha sido o de lo que han hecho otros hombres de él, el hombre es libertad para elegir la hechura de su ser en el futuro. El hombre, con el que se encuentra Ramos, es el resultado de una concreta situación. “Cada individuo —dice Ramos— vive encerrado dentro de sí mismo, como una ostra en su concha, en actitud de desconfianza hacia los demás, rezumando malignidad, para que nadie se acerque. Es indiferente a los intereses de la colectividad y su acción es siempre de sentido individualista”. ¿Será posible expulsar del mexicano este fantasma de su ser?, se pregunta Ramos. Un ser con el que se ha encontrado, cuyo psicoanálisis da como expresión el sentimiento de inferioridad de que habla Adler. Es a este hombre al que hay que cambiar para que se incorpore en una tarea en que no debe haber ni superiores ni inferiores. ¿Cómo? Mediante una acción de autoconocimiento, dice Ramos. “Cuando el hombre así preparado descubra lo que es, el resto de la tarea se hará por sí sólo” (Ramos 1934).
Samuel Ramos publica su obra en 1934, en una etapa en que la revolución lucha ya por institucionalizarse, poniendo fin a una larga guerra fratricida. Dos décadas más tarde, la preocupación en torno al hombre de esta América, en forma concreta del hombre que le da sentido, alcanza un auge extraordinario. El filósofo español, transterrado a México, José Gaos (1900-1969), señalará la semejanza de las preocupaciones del filósofo mexicano con las de Ortega y Gasset y el orteguismo en España. La preocupación por el autoanálisis, por la búsqueda de identidad. El mexicano, como el español, reclama de esta forma su incorporación en las tareas de una cultura de la que se saben parte; pero sin renunciar, como se intentó antes, a la propia personalidad, a la propia individualidad (Gaos 1939). Discípulos de Ramos y Gaos, animados y estimulados por esa preocupación, realizan un amplio análisis de México, el mexicano y lo mexicano, que será ampliado al contexto latinoamericano, en donde se realizan ya otros esfuerzos para identificar al hombre de esta América. Samuel Ramos se referirá a esta nueva tendencia de análisis sobre el hombre de esta parte de América diciendo: “El actual florecimiento de los estudios sobre el mexicano, no es el fruto de un capricho o veleidad del pensamiento, ni obra de una improvisación, sino el síntoma de una auténtica inquietud de nuestra conciencia provocada por motivos externos e internos. Los motivos externos pueden encontrarse en la crisis de la revolución de 1910 y en una situación histórica mundial favorable a la definición de regionalismos. En cuanto a los motivos internos, están constituidos por la maduración del espíritu mexicano que llega a la mayoría de edad y siente desarrollarse su individualidad propia”.
La revolución, en la década de los cincuenta, se ha institucionalizado y se encuentra en una activa etapa de construcción. De la construcción propia de grupos sociales que anhelan una organización social que permita, al país que están construyendo, ser parte activa del orden internacional que Europa occidental y los Estados Unidos han creado, pero en otra situación que no sea ya la de instrumento. México y con México la América Latina, como reclamará Alfonso Reyes, “ha alcanzado su mayoría de edad” y exige ser tomado en cuenta. De allí la importancia que los mexicanos darán a la búsqueda de su identidad; búsqueda que también realizan ya otros grupos de pensadores latinoamericanos, a través de la historia de sus ideas, el pensamiento, la filosofía y la cultura; o bien en la búsqueda ontológica del hombre de esta América. A esta preocupación, y como apoyo a la pretensión de madurez, la de haber alcanzado la mayoría de edad, se agrega la conciencia de lo que ha significado, no ya sólo para el hombre de América, sino para el hombre en su totalidad, la catástrofe de la segunda gran guerra. En ella el hombre ha sido machacado y humillado. La humanidad ha sabido de humillaciones y dolores indescriptibles. Una guerra total sufrida por hombres concretos sin distinción de razas, credos y cultura. De ella el pretencioso europeo ha salido solidario con hombres a quienes antes regateaba humanidad. Este hombre ha tomado también conciencia de la relatividad de su propia humanidad, de la relatividad de lo que parecía esencial a todo hombre. Se encuentra hombre entre hombres, no siendo ya el hombre por excelencia. Este encuentro consigo mismo y con los otros, sus semejantes, se hará expreso en la filosofía que surge al término de esa segunda gran guerra.
Páginas atrás hemos mostrado que esa nueva filosofía, el perspectivismo y la circunstancia orteguiana, el historicismo de Dilthey, Mannheim, Scheler y el existencialismo alemán y francés, será el pensamiento que en la América Latina se va a preocupar, una vez más, por la búsqueda del ser o identidad del hombre y la cultura; identidad a partir de la cual exigirá su participación, no subordinada, en una tarea que debe ser propia de todos los hombres y al servicio de su propia humanidad. Entre los meses de febrero y marzo de 1951, un amplio grupo de intelectuales mexicanos realizamos un asedio, casi total del ser de este hombre, en una serie de conferencias sobre la cultura y el ser del hombre que la origina en México. De ellas hablaba el propio Samuel Ramos cuando dice: “Me atrevo a suponer que la fecha de los cursos de invierno que acaban de celebrarse en la Facultad de Filosofía será un acontecimiento en la historia de nuestra cultura, que señala la rectificación de una equivocada actitud mental del mexicano, la de tender a fugarse de la propia realidad sin antes conocerla y valorarla. El hecho de que la multitud de hombres de estudio, especialmente los jóvenes, apliquen su pensamiento a aquel objeto, significa que hay una nueva valoración de éste, el reconocimiento de su importancia como base para vivir nuestra existencia de acuerdo con su originalidad”. Ramos, también, aprovecha la ocasión para prevenir a quienes realizamos esta tarea, de los peligros de caer en nuevas formas de dependencia, con el pensamiento o filosofía de que se está partiendo en dicha tarea. Pues una cosa será hacer de esta filosofía un instrumento para alcanzar la meta de autoidentificación propuesta y, otra, hacer de esa filosofía lo que han sido en el pasado otras filosofías importantes, el modelo conforme al cual califiquemos nuestra propia existencia. Dice Ramos: “En efecto, una cosa es utilizar una filosofía para explicar al mexicano y otra es utilizar al mexicano para explicar una filosofía. En el primer caso podemos hasta cierto punto confiar que el instrumento filosófico nos ayuda a descubrir lo que hay realmente en el mexicano de carne y hueso. En el segundo, caemos en la ilusión de encontrar en el mexicano lo que estaba de antemano en la filosofía” (Ramos 1951).
El núcleo de esta preocupación, de esta búsqueda de identidad, lo será el grupo filosófico Hiperión, formado, centralmente en 1949, por Emilio Uranga, Luis Villoro, Jorge Portilla, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez MacGregor, Fausto Vega y Salvador Reyes Nevares, al lado de algunos de sus maestros, profesores y amigos entre los que me encontraba (cf. Zea 1952; 1953) junto con Samuel Ramos y José Gaos (cf. Gaos 1952; 1953). En el enfoque que sobre el mexicano y su cultura, realizado ya en otro horizonte, distinto del que fuera propio del adelantado en esta preocupación, Ramos, ofrecerá nuevos perfiles y rasgos. Se discutirá, entre otras cosas, el problema del supuesto complejo de inferioridad del mexicano, proponiendo Uranga, el de insuficiencia. Pero se reconoce, igualmente, que este complejo o supuesta insuficiencia va dejando lugar a una conciencia, si no de superioridad o suficiencia, sí de seguridad, la de ser hombre entre hombres. Hombres con los impedimentos propios de todos los hombres; pero también con las posibilidades propias de todos los hombres en la medida en que se van salvando tales impedimentos. A la pregunta ¿Qué es el mexicano? con que se inicia esta búsqueda, se contesta con una aparente perogrullada: El mexicano es, pura y simplemente, un hombre, como todos los hombres. En ese intento, señalará Gaos, se juega el mexicano, no su peculiaridad como tal, sino ser con otros, su ser parte de una tarea que es propia de todos los hombres. En España, con Ortega, dice, se buscó salvar al hombre y la circunstancia que le era propia; los mexicanos intentan lo mismo, salvarse con sus circunstancias (Gaos 1950). El hombre, cuya identidad se busca, el hombre que es cada uno de nosotros, al que hay que salvar culturalmente, no en una abstracción, sino algo concreto, y hay que salvarlo en concreto: el hombre de carne y hueso, el hombre sin más.
Así lo entenderán otros pensadores mexicanos que en forma circunstancial o permanente han continuado y continúan esta incesante búsqueda de identidad. Una tarea vista, no como un narcisismo o solipsismo, sino como punto de partida para el logro de una amplia solidaridad de hombres entre hombres, que no sea más de dominación y dependencia. “Pero, ¿es que no será posible una acción común a partir de la aceptación de la realidad y la toma de conciencia del pasado? —se pregunta Fernando Salmerón (1925)— [...] la comunidad y el mundo que dan sentido a la acción no se pueden conseguir traídos de otros rumbos, ni cabe esperar que nazcan de la tierra, ni hay otro modo de tenerlos que si nosotros mismos sabemos crearlos; y esta creación sólo es posible de una manera, por la expresión, por la palabra. El problema del hombre de México es problema de conocimiento y expresión. Sólo un afán de expresar, con voz clara y sonora, lo que en nosotros yace inexpresado, de decir con verdad, empeñando nuestro ser en la palabra dicha, pondrá a luz todas nuestras potencias y todas nuestras virtudes. Únicamente el uso constante y sincero de este instrumento de entrega, de identificación y de amor que es la palabra, lograría la comunión verdadera que es condición indispensable de la acción auténtica y fecunda y romperá el silencio y destruirá las lejanías” (Salmerón 1951). Las lejanías, las que nos separaban de los otros hombres, del hombre por excelencia. La búsqueda sobre lo peculiar, dirá otro mexicano, Abelardo Villegas (1934), es el punto de partida para entrar en comunidad con otros hombres igualmente peculiares. “Volver hacia lo individual, hacia lo más peculiar que tenemos no es recaer en un narcisismo, en un solipsismo o un nacionalismo cerrado, todo lo contrario, es aportar a la experiencia humana. Sólo el que se apega a lo común, el que no se hace individual, el que no inventa, rebaja su propia humanidad. Desde el punto de vista de la filosofía antropológica es menos humano que otros, desde el punto de vista moral es más egoísta que otros. Sólo así se justifica la filosofía de lo mexicano, sólo así es posible” (Villegas 1960).
Notas
[1] Cf. Primera parte de este libro.

 Referencia
  Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano.  Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez López, Diciembre 2003.

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